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26 ago 24 Tres en la carretera

Al principio sólo vi a dos de ellos. Circulábamos por la S131, la especie de autovía -cuatro carriles, mediana de hormigón y, en ese tramo, muros, también de hormigón, para contener sendos taludes de la trinchera por la que transcurría la carretera- que une las ciudades de Cagliari y Sassari. Nos dirigíamos hacia Cagliari, camino de las ruinas de una ciudad fenicia que íbamos a visitar. Y cuando llegamos a un cambio de rasante, allí estaban. Un perro mediano, tirando a grande, de color negro. Y junto a él, otro de ese marrón indefinido que suele denominarse en animales color canela. Juntos, los dos, cerca del muro de hormigón, asustados por el tráfico que rodaba cerca de ellos a más de 100 kilómetros por hora. Era algo llamativo, apartados en el arcén, a merced del tráfico. Aún no había terminado de preguntarme qué podrían hacer esos dos pobres perros en ese lugar, a varios kilómetros del pueblo más cercano, cerrado de hormigón y de vallas (demasiado bien lo sé, pero no es algo fácil de asumir) cuando llegamos a su altura. Fue entonces cuando vi al tercero.

Un perrillo pequeño, de un blanco sucio más producto de la vida que de la naturaleza y que, custodiado por los otros dos, apoyaba sus patas delanteras en el muro de hormigón, como intentando escapar de allí. La escena era conmovedora en su tristeza, pero fueron sus ojos los que me partieron el corazón. Una mezcla de terror, tristeza e indefensión que se me clavaron muy adentro. Los dos más grandes, más hacia el tráfico, como tratando de defender al pequeño, que no hacía sino intentar huir. Una huida imposible, rodeados de muros, sin agua, y sin una mala sobra en la que cobijarse del sol, que a esa hora de un día cualquiera de agosto empezaba a ser inclemente.

Poco a poco los fui viendo perderse por el retrovisor. Pensé en llamar a emergencias, pero en un país extranjero, sin dominar el idioma y sin saber cómo orientar a quien descolgarar el teléfono no vi cómo poder hacerlo. No le dije nada a Ana, por no causarle inquietud. Y así, poco a poco, desaparecieron de mi vista. En mi ingenuidad, pensaba que también, poco a poco, desaparecerían de mi memoria. Pero la sensación de tristeza y de impotencia, por mucho que pasaran los kilómetros, no menguaba. No puedo decir que me arruinara la visita, pero algo en el fondo de mi conciencia repiqueteaba de manera insistente, y no disfruté tanto como debía. Y esa tarde, a la vuelta hacia nuestro hotel, me sorprendí mirando hacia la cuneta cuando pasamos por ese mismo punto. Huelga decir que, para entonces, ya no estaban allí.

No he podido olvidarlos.

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