El 19 de julio de 2011 empezamos la segunda etapa del Camino a Finisterre, y la cuarta desde que salimos de Pontevedra, con puntualidad británica: empezamos a caminar a las 8:00h. Y no era para menos. Teníamos por delante la etapa más larga de todo nuestro viaje: 33’4 km. Iba a ser un largo día, así que no podíamos remolonear. Atravesamos el bello pueblo de Negreira, que con las lluvias del día anterior apenas habíamos podido disfrutar. Y la verdad, nos habíamos perdido la parte más hermosa de la villa: el pazo de Cotón y la zona adyacente. No era plan dejarlo atrás sin tan siquiera echar una pequeña fotografía.
Salimos, pues, de Negreira, y pronto nos encontramos subiendo -otra cosa hubiera sido rara- hacia la pequeña aldea de Negreiroa, con una bonita iglesia de estilo típicamente gallego.
A continuación giramos en dirección noroeste camino del Alto de la Cruz, por un bonito tramo de bosque de hoja caduca. Si en algún sitio íbamos a encontrar la esencia del Camino, iba a ser aquí donde lo halláramos. Y no nos equivocamos. La mañana era fría, así que transitar por estas corredoiras no era en ese preciso momento lo más agradable del mundo, pero igaulmente merecía la pena. Poco podíamos pensar que no mucho tiempo después íbamos a añorar ese frío.
Pasado el Alto salimos de nuevo a carretera, camino de San Mamede de Zas. Pronto adoptamos un curioso orden de marcha, que dio lugar a que Pablo sacara, probablemente, una de las mejores imágenes del viaje:
Dejar atrás San Mamede fue como pasar a otro mundo. El cielo abrió, y empezó a dejar pasar el sol que habíamos añorado desde el día anterior. Se hizo incluso necesario prescindir de las chaquetillas térmicas de ciclismo que estábamos utilizando. Nuestro próximo punto de paso, de nuevo por agradable bosque, fue la aldea de Camiño Real, topónimo que no hacía sino recordarnos la antigüedad y la importancia de la senda por la que andábamos transitando.
Nuestro caminar siguio discurriendo, por bosque y en constante ascenso. Algunos de los tramos más duros del día los habríamos de encontrar aquí. Y también fue este sitio donde encontramos, camino de la aldea de O Rapote, un curioso monumento efímero:
Siempre me preguntaré a quién le sobraba una bota haciendo el Camino a Finisterre. Continuamos nuestro camino, siempre en ascenso, pasando por las aldeas de O Rapote y A Pena. Seguimos ascendiendo hasta el Alto de Cotón para salir, poco después y aún en ascenso, a una carretera comarcal. Fue en esta zona, en el lugar de Rodeiro, donde alcanzamos la cota máxima de la jornada (430 m.). Continuamos andando por carreteras rurales hasta llegar a Vilaserío, donde hicimos un breve descanso. Posteriormente continuamos , siempre por carreteras rurales rodeadas de prados y algo de bosque de eucaliptos, hasta Cornado. A la salida del pueblo tuvimos que afrontar una nueva tachuela, esta vez por camino, que en una bajada que hubiera sido enormemente divertida con bici, nos llevó de nuevo a una carreterar rural, preludio de una nueva pista forestal, que se prolongaría, prácticamente en línea recta, hasta Maroñas, en una distancia de 3’4 kms.
Llegamos a Maroñas pasadas las 12:30h, y a esas alturas del día el calor se hacía notar de manera insistente. Ya habíamos efectuado 20 km. de etapa, apenas dos tercios de nuestro recorrido total del día, y empezábamos a notar los efectos del cansancio.
Pero no encontramos en Maroñas sitio alguno donde parar a almorzar, por lo que seguimos hasta la cercana aldea de Santa Mariña, a cuya salida encontramos un excelente área de descanso, donde pudimos parar a almorzar. Algo temprano, no eran aún las 13:00h, pero sabiendo lo que se avecinaba por delante, no esperábamos encontrar nada mejor. Así pues, sacamos los bocadillos que hicimos con la compra en el supermercado de Negreira de la tarde anterior, y reposamos un buen rato, para pillar fuerzas y afrontar en condiciones el arreón final de la etapa. Reanudamos la marcha a las 13:30h.
Sin embargo, no tardamos mucho en detenernos de nuevo. Apenas salimos a una comarcal, encontramos un pequeño bar de cazadores (Casa Victoriano), más que perfecto para detenernos y tomar unos cafés. Qué menos después del almuerzo que acabábamos de degustar.
Así que, en realidad, remotamos la etapa a las 14:00h, con un gran reto por delante: la subida del Monte Aro, famoso por albergar en su cumbre, situada a 550 m. sobre el nivel del mar, un imponente castro celta que domina toda la zona, siendo el más grande de la Costa de la Muerte. Pero una vez llegamos al pie de la subida, nos encontramos con algo que ya había advertido la guía del Camino: era posible que la subida al Monte se encontrara impracticable. Si este era el caso, nos veríamos obligados a rodearlo por su parte norte, transitando por carreteras rurales. Y ese fue el caso. Pese a ello, no dejamos de ascender un buen trecho (hasta los 427 m.), lo que nos permitió contemplar unas buenas vistas del embalse de Fervenza.
El día se estaba haciendo largo, y el calor iba en aumento. Pero al menos lo que nos quedaba el resto del día era descenso y llaneo. Seguimos bajando, ya siempre por carretera, hasta llegar a Corzón, donde encontramos una bonita iglesia, con su correspondiente cruceiro y su cementerio.
Habíamos acabado el descenso. Nos encontrábamos en el valle del río Xallas, y sólo nos quedaba llegar hasta nuestro destino: Olveiroa. Pero no iba a ser todo color de rosa. Seguimos caminando por asfalto, lo que era nefasto para los pies, pero al menos de cuando en cuand encontrábamos tramos de sombra gracias a los imponentes robles y castaños de la zona. Llegamos a Ponte Olveiroa, con el puente que le da nombre sobre el Xallas, a las 16:05h. La etapa llegaba a su fin. Pero aún nos quedaba el último trecho hasta Olveiroa, distante aún un par de kilómetros. Esta distancia, sorprendentemente, la hicimos sobre un insólito carril bici existente en la zona. Poco después, a apenas 1 km. de Olveiroa mi GPS se quedaba sin carga, pese a haber hecho uso del cargador solar de emergencia. Entramos en Olveiroa al filo de las 17:00h. Nos dirigimos al albergue de la Xunta, tan sólo para enterarnos de que se encontraba completo. Por suerte, encontramos plaza en el Albergue O Hórreo, de estilo moderno y bastante funcional.
El albergue se encontraba, igualmente, lleno a rebosar. Lo que más nos llamó la atención es que éramos prácticamente los únicos españoles que estaban haciendo este Camino. Encontramos de todo: estadounidenses, franceses, ingleses, alemanes, italianos, belgas, escoceses, e incluso un insólito japonés (bastante entrado en años, con sus típicas gafitas redondas, y unos calcetines a cuadros escoceses no tan típicos, además de un agobiante abrigo de plumas) que no hablaba otra lengua que el nipón. Era bastante divertido ver una conversación cruzada entre el escocés, el belga y el japonés, ninguno de los cuales hablaba una lengua común. Pero pese a todo, algo eran capaces de entender. Supongo que esto forma parte de la magia del Camino.
Sin embargo, esa tarde tuvimos una sorpresa no tan agradable: Ana se había quemado las piernas. Pero se las había quemado de dos maneras: la parte superior por efecto del sol, a resultas de la larga etapa, y la parte inferior a causa de quemaduras químicas. En efecto, unos calcetines mal enjuagados, a los que me había referido en la primera etapa de esta crónica, eran los culpables de esta situación. Los restos de jabón habían reaccionado con el sudor, creando una especie de lejía que le había quemado la piel. Y fue aquí donde el compañerismo del Camino hizo acto de presencia. El belga al que me refería antes, con el que Pablo había estado de palique por la tarde, gracias a su dominio del francés y a una divertidísima imitación de una gaita cuando el escocés, el belga y el japonés intentaban comunicarse, le ofreció a Ana una pomada especial para quemaduras. Algo que a la larga le vendría de perlas.
Esa noche cenamos en un restaurante cercano al albergue. Un lugar excelente, muy enxebre, y con detalles de muy buen gusto, como la manera en la que indicar el menú. Lástima que el precio no fuera tan excelente, aunque sin duda la cena estuvo deliciosa.
Ese día habíamos recorrido 33’4 kms. en más de ocho horas y media de etapa. Había sido tan duro como esperábamos. Llevábamos ya cuatro etapas en el cuerpo, dos de Camino Marítimo y dos de Camino a Finisterre. Quedaban otras dos, pero considerablemente más cortas. Habíamos pasado ya lo peor del viaje. O al menos, eso pensábamos nosotros.
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