La segunda etapa de nuesto viaje estuvo marcada por una tormentosa noche previa. Tormentosa en el sentido literal de la palabra, y en el metafórico: Por un lado, una enorme tormenta con aparato eléctrico azotó la zona durante la madrugada. Y por otro, estuve toda la noche danzando con el GPS, su estado de carga y el bloqueo que le había provocado la noche anterior. Así, cuando el despertador sonó a las 7:30h, y pudimos ver, por un lado, que la mañana estaba razonablemente despejada, por un lado, y que el GPS definitivamente no funcionaba, por otro, tuve al menos la tranquilidad de que íbamos a poder disfrutar la etapa. En cuanto al GPS, había tomado la precaución de llevar el recorrido impreso en cartas del Ministerio de Fomento a escala 1:25.000, por lo que tendríamos cómo guiarnos por las montañas.
Empezamos la etapa a las 9:27h, después de desayunar en el apartamento con lo que habíamos comprado la noche anterior, y tras prepararnos unos bocadillos. Además, en mi caso, tuve que cambiar la cámara de la rueda delantera, pues había vuelto a pinchar una de las infames cámaras de látex Michelin que había comprado semanas antes. Iniciábamos, pues, la etapa con media hora de retraso con respecto al horario previsto. Salimos de Zuheros descendiendo hasta la carretera que comunica con Luque y Doña Mencía, y giramos en dirección a la primera población. Bordeamos el macizo montañoso que separa ambas poblaciones con un sospechoso descenso por carretera, que no hacía presagiar nada bueno. En efecto, unos kilómetros después tuvimos que afrontar un duro ascenso por carretera hasta Luque, de apenas kilómetro y medio, pero con rampas de hasta el 12%. No habíamos hecho sino salir de Zuheros y ya estaba con la lengua fuera…
Llegamos a Luque, y nada más entrar, al llegar al campo de fútbol, abandonamos el pueblo por el Sendero de las Buitreras, que es como también se llama a la carretera de tierra que une Luque con Carcabuey. Estábamos entrando en terrenos del Parque Natural. Y teníamos por delante el primer puerto de montaña del día: una subida de 7’5 kms, con una pendiente media del 4’8%, y máximas del 10’7%, en la que íbamos a llegar hasta los 1017 metros de altitud. Tocaba tomárselo con calma. O al menos, esa era la teoria.
Poco a poco fuimos ascendiendo, dejando atrás -y abajo- Luque, camino de Carcabuey. El paisaje por el que circulábamos era espectacular. A nuestra derecha el impresionante macizo montañoso de la Subbética, y a nuestra izquierda, el valle del río Guadajoz. Y sobre nosotros… buitres. Era de esperar, dado el nombre del sitio, pero el hecho en sí dio para alguna que otra broma.
A medida que ascendíamos fuimos encontrando a nuestra derecha algunos pistas y senderos que conducían al corazón de las montañas. Nombres como la Fuente de la Zarza, la vereda Marchaniega aparecían ante nosotros, y nos tentaban a abandonar la ruta prevista. Pero por una vez, la cordura ganó la partida, y nos mantuvimos en nuestro recorrido previsto. Aunque es preciso decir que la punga fue dura.
Seguimos nuestro ascenso. A medida que subíamos y las montañas dejaban de actuar como parapeto, un viento cada vez más fuerte empezó a azotarnos. Ademas del viento, pudimos ver cómo nubes de tormenta aparecían sobre nosotros, amenazando con descargar de manera inminente. Lo que había sido una mañana despejada en Zuheros se estaba convirtiendo en el preludio de una tormenta en mitad de la sierra. Las perspectivas para el día no eran nada buenas. Coronamos el puerto tras una hora larga de subida. Hicimos una pequeña pausa para recuperar fuerzas, y comimos algo de fruta -fuente de potasio- antes de emprender el descenso. No podíamos detenernos demasiado, toda vez que la tormenta parecía cernirse sobre nosotros, con la aparición incluso de algunas gotas de lluvia. Además, teníamos ante nosotros un interesante descenso de casi 10 kilómetros hasta la carretera que conduce a Carcabuey, que no teníamos intención de postponer demasiado. Después de la sufrida subida que habíamos afrantado, nos merecíamos un buen premio:
La bajada fue tremenda. Rápida, por una buena pista, y con excepcionales vistas que llegaban hasta la lejana Priego de Córdoba (pensamos, en un principio, que se trataba de Carcabuey, aunque parecía demasiado grande para serlo). Poco antes del final del descenso realizamos una parada en una llamativa fuente de agua, pensada para abastecer remolques de riego, donde comentamos el descenso, y contemplamos lo que teníamos por delante:
A diferencia de la cara norte de la Subbética, que se mostraba con abundante vegetación de montaña, la cara sur aparecía completamente pelada, salvo por los olivos que se cultivan en la ladera de la montaña. Apenas vegetación arbustiva contribuía a dar color verdoso a las faldas de los montes, en cuya cima apenas se veía el gris de la caliza. Prometía ser una subida dura.
Acabamos el descenso hasta la carretera, que cruzamos para dirigirnos en dirección Carcabuey. Un kilómetro después giramos a mano derecha, siguendo el trazado antiguo de la carretera. Teníamos por delante un falso llano de algo menos de tres kilómetros, antes de afrontar la segunda -y más dura- subida del día. Y estábamos en el punto más bajo de la etapa: apenas 537 metros de altitud. Con calma, recorrimos esos suaves kilómetros por asfalto, saboreando casi la subida que teníamos por delante. 5’5 kms. de ascenso, 17 curvas enlazadas por una pista entre olivares, que ascendían hasta 1029 metros de altitud, con unas rampas medias del 7’8%, y máximas del 14’2%.
Nos quedamos durante unos instantes al pie de la carretera contemplando la subida. Habíamos llegado hasta allí, y no había vuelta atras. Bueno, en realidad sí la había, pero no era una alternativa mucho mejor que lo que teníamos por delante. Así que sólo quedaba avanzar. Era justo mediodía cuando iniciamos el ascenso.
Fue una subida durísima. En las primeras rampas empezamos a sufrir un fuerte viento frontal que nos dificultaba -aun más- el ascenso. Pronto quedó clara la necesidad de tirar de plato pequeño en la subida, que se nos hizo interminable. Mané empezó a manifestar problemas en su rodilla, y en mi caso, un fuerte dolor de espalda -la vieja lesión- empezó a pasarme factura. Javi, por su parte, seguía con un ritmo bueno, aunque llegó a manifestar que si paraba le iba a resultar difícil volver a arrancar. Aun así, nos detuvimos un par de veces, a contemplar la tortura, y a reponer algo de fuerzas con barritas de cereales. Paradas cortas, en todo caso. Hubo algunos momentos en que pensé que íbamos a tener que arrastrar las bicis cuesta arriba, por los olivares. En un momento dado, Mané y yo tuvimos que parar. Javi, con ritmo pausado, continuó la subida. La espalda me estaba matando, y el estómago de Mané le estaba pasando factura. Una vez repuestos, continuamos con la subida. Poco a poco empezamos a dejar atrás los olivares, y a entrar en una pequeña zona boscosa. La subida casi estaba terminando, y el viento volvía a azotarnos. Contra lo que pudiera parecer, fue algo que nos dio alas, ya que era señal inequívoca de que estábamos llegando al final.
Y finalmente, lo hicimos. Llegamos a la cancela que marca el fin de la subida un poco después de que Javi coronara en cabeza la subida. Era la una de la tarde. Habíamos tardado una hora en recorrer 5’5 kms. Y nos habíamos ganado un buen merecido descanso.
Tras descansar un poco, comernos los bocadillos, saciar nuestra sed, y poner a secar la ropa -Javi llegó a empapar el cortavientos, que era su tercera capa de ropa-, reanudamos la marcha. Seguimos hasta el cercano cortijo del Navazuelo, en cuya fuente repostamos agua. No en balde, yo había acabado en la subida con mi mochila de agua, y Javi y Mané no se encontraban en mejor situación. Desde la fuente tuvimos unos momentos de confusión, ya que no teníamos claro por dónde continuaba nuestro itinerario. Me acerqué al cortijo a preguntar, y amablemente me indicaron que el camino pasaba por la misma puerta del cortijo, que se encontraba vallado. Aclarada la duda, seguimos nuestro camino, no sin antes tener que afrontar el ataque de los perros del cortijo, cruce entre mastín y oso pardo, por lo menos: al pasar cerca de ellos, salieron del cortijo en pos nuestro. Pasamos junto a ellos con cuidad, mientras nos dirigían feroces ladridos. Dos de ellos se abalanzaron sobre Javi y sobre mí, pero al poner pie a tierra un tanto ruidosamente (ya que casi choco con Javi), los perros retrocedieron asustados. Fue la nota cómica de la jornada.
Abandonamos el cortijo del Navazuelo por el camino de la Nava, que nos condujo poco después a una pequeña meseta -La Nava- de increíble belleza: era un paraje completamente plano entre las montañas, en donde crecía una hierba verde y menudeaban las encinas, que era surcada por diversos arroyos que nacían en las montañas cercanas.
Y era el paraíso de las ovejas. Todo el valle se encontraba lleno de ovejas, que pastaban, balaban, corrían y bebían sin cesar.
De lo anteriormente dicho, especialmente balaban. Mucho. Pero mucho, mucho.
Enfrente nuestra se alzaba el impresionante pico de la Virgen de la Sierra. Las jornadas previas habíamos especulado sobre la posibilidad de complementar la etapa subiendo a la Virgen. En cuanto vimos esa mole pétrea alzarse sobre nosotros, descartamos rápidamente tal posibilidad. Ya habíamos tenido suficiente pase por la picadora en lo que llevábamos de día. Además el cielo, que durante un rato había mejorado, volvía a amenazar con dejar caer sobre nosotros una manta de agua. No quedaba sino dirigirse rápidamente hacia el final de etapa: el descenso del cañón del Bailón.
Nace precisamente el Bailón en la Nava, la zona donde nos encontrábamos. Iba a ser, pues, nuestro compañero de etapa durante los kilómetros finales de nuestro recorrido. Giramos hacia el norte, siguiendo el sendero la Nava, junto a una valla de madera. Pasamos junto a otra granja de ovejas, y poco a poco nos fuimos internando de nuevo en las montañas. Volvimos a girar al este, siguiendo el curso del Bailón, y abandonamos el camino principal.
Continuamos por un camino casi perdido en el valle del río, donde empezamos a ver algunas formaciones kársticas, muy similares a las existentes en el Torcal de Antequera. Poco a poco nos íbamos acercando más al macizo de caliza, y empezaba a haber drásticos cambios en el paisaje. El camino se hizo bastante más irregular, y a nuestra derecha volvía a haber un verdadero bosque. Bromeamos diciendo que eso sí que merecía el apelativo del bosque de Fangorn. Y pronto acabó el respiro del valle. Volvió a tocarnos subir, y por supuesto, bajar. Empezaba la fiesta.
Seguimos circulando por lo que posteriormente descubriría que se trataba de la vereda Marchaniega (con la que ya nos habíamos cruzado en la subida desde Luque). Y en un tramo de bajada, al pasar sobre un lecho de piedras, lo noté. La rueda trasera rozaba con el freno. Al contemplarla, lo tuve claro: la llanta oscilaba. Había roto un radio. Paramos para confirmarlo, y así era. Al menos sólo había roto uno, pero era cuestión de tiempo romper alguno más, especialmente en una bajada tan abrupta como la que teníamos por delante. Estaba que se me llevaban los demonios, porque había llevado la bicicleta específicamente al mecánico para prevenir esa clase de cosas. Por suerte había sido previsor y en las alforjas llevaba radios de repuesto y las llaves necesarias para reemplazarlo. Pero las alforjas se encontraban en el apartamento. Me iba a tocar hacer el descenso del cañon con un radio roto. Fantabuloso. No me quedó más remedio que empezar a tener bastante más cuidado en todo el recorrido.
Pasamos la zona de la Fuente Fría, alternando subidas y bajadas hasta llegar a un pequeño cruce con indicadores. Cometimos el error de no mirar las indicaciones, y seguimos el camino principal, en fuerte ascenso. Un grave error que nos costó 3 kilómetros de más, media hora larga de retraso, y el que nos empezara a llover en mitad del cañón. En efecto, seguimos avanzando por la vereda, pero separándonos poco a poco del río Bailón. Cuando llegamos, un rato después, a una nueva bifurcación que subía por la ladera del monte, tuve claro que nos habíamos equivocado. Nos detuvimos un rato para comprobarlo en el teléfono de Mané y en la carta topográfica. Era bastante claro. Nos dirigíamos a la fuente de la Zarza, en ángulo de 90º con respecto a nuestro recorrido. Nos habíamos salido del cañón. No nos quedó más remedio que retroceder hasta el cruce, cuyas señales habíamos desdeñado mirar.
Una vez corregido el error, retomamos el descenso por el cañón. Avanzamos por la abrupta ladera de un cerro, con vegetación muy cerrada y un firme enormemente quebrado, formado por caliza erosionada, pero en la que al menos veíamos un claro sendero. Sendero, eso sí, más apto para ser recorrido a pie que en bici. Aunque eso, en nuestro caso, no tenía mucha importancia. O al menos no la habría tenido para mi si no hubiera tenido ese radio roto, y la amenaza de ir rompiendo más.
Tras un rato bastante complicado, llegamos a un pequeño claro, en el que mejoró un poco el sendero. Era algo más abierto, y no tenía tanta caliza erosionada en medio. Posibilitaba volver a rodar de una manera algo más cómoda. Nos internamos de nuevo en el bosque, que nos deparó algunos tramos excepcionales para el descenso.
Y seguimos avanzando. Ya había quedado claro que estábamos en la verdadera bajada del cañón, por lo que puse de nuevo a grabar la cámara. Iba a ser un descenso espectacular, y quería tener el momento. Por desgracia, apenas pude grabar el inicio. Aún no lo sabía, pero en la bajada a Carcabuey casi había agotado el espacio de grabación de la cámara. Apenas dio para tres minutos -el inicio- de la bajada.
En nuestro descenso pronto abandonamos definitivamente el bosque. Afrontamos una bajada en zig-zag hasta alcanzar el mismísimo curso del arroyo, cuya compañía ya no abandonaríamos hasta prácticamente el final de la bajada.
Seguimos descendiendo por caliza viva. El sendero era enormemente estrecho en algunos tramos, con vegetación -zarzas, para hacerlo más divertido- que se cerraba de manera amenazadora sobre nosotros. Tuvimos incluso que cruzar un par de veces el arroyo para poder seguir avanzado.
Para nuestra desgracia, la lluvia hizo acto de presencia. Poco a poco, al principio, pero de manera persistente, por lo que nos vimos obligados a echar mano de los chubasqueros. La situación, además, empezó a ponerse peligrosa. La caliza mojada empezaba a ser muy resbaladiza, y empezamos a sufrir varios sustos. En mi caso, además, la situación se veía agravada por mi elección de cubierta trasera: una cubierta Kenda Small Block Eight de multitaco fino: muy buena para rodar, pero nefasta en terrenos resbaladizos. Era como montar en bici sobre una pista de patinaje. Con todo el dolor de mi corazón, no me quedó más remedio que echar pie a tierra. Los últimos kilómetros de la bajada no me iba a quedar más remedio que hacerlos a pie. Aunque no era una solución mucho mejor. Mis zapatillas, con suela de goma, patinaban de manera igualmente exagerada. Estaba empezando a echar de menos mis botas de montaña.
Pasamos la cueva del Monje, y seguimos bajando. En algunos tramos en los que circulábamos sobre tierra en vez de sobre caliza viva podía permitirme rodar, pero éstos no eran constantes. El sendero acabó por separarse del arroyo, para subir a un pequeño espolón de roca que se asoma sobre Zuheros. Ya casi habíamos concluido nuestra etapa. A partir de este punto el sendero se ensanchaba, para bajar al pueblo de manera relativamente cómo por una zona escalonada. Bajamos con sumo cuidado hasta el inicio de los escalones, y bajamos en zig-zag hasta un área de descanso. Habíamos finalizado la etapa, y lo habíamos hecho sin abrirnos la cabeza. Todavía quedaba volver al apartamento. En subida, cómo no. Al fin y al cabo, seguía siendo Zuheros. Subimos por las calles del pueblo, y finalmente llegamos hasta la plaza del castillo. Eran las cinco menos cuarto de la tarde. Nos habíamos tirado siete horas y cuarto largas dando pedales desde que empezamos la etapa. Al consultar mi pulsómetro me quedé helado: indicaba que había quemado casi 7000 kilocalorías en la etapa, casi 2000 más que en las etapas más duras que había hecho hasta entonces.
Una vez en el apartamento, guardamos las bicis, y pasamos por las respectivas sesiones de ducha y friegas con alcohol de romero. Dado que no dejaba de llover, esa tarde no lavamos la ropa, aunque en mi caso no me quedó más remedio que hacer sesión mecánica, para reemplazar el radio roto. El resto de la tarde lo empleamos en comentar la etapa, hablar de lo divino y lo humano, e incluso ver una procesión, ya que desde la terraza del edificio donde estaba el apartamento teníamos unas excelentes vistas de la plaza.
Esa noche cenamos unas pizzas que habíamos comprado la jornada anterior, y dejamos preparado todo el equipaje para el día siguiente. Pronto íbamos a iniciar el final de nuestro viaje, con una etapa final que nos habría de llevar hasta el cortijo de Mané, cerca de Aguilar de la Frontera. Pero eso sería ya al día siguiente. Por lo pronto, esa noche dormimos como benditos. El lo que tiene, el meterse entre pecho y espalda dos etapas como las que nos habíamos metido.
El mapa de la etapa es el siguiente:
Ver 2011/04/19: Parque Natural de las Sierras Subbéticas en un mapa más grande
Los datos de la etapa son los siguientes:
Etiquetas: cañón del río bailón, cabra, carcabuey, luque, mtb, parque natural de las sierras subbéticas, sendero de la nava, sendero de las buitreras, virgen de la sierra, zuheros
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