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27 dic 10 Viaje Sevilla-Córdoba por el valle del Guadalquivir. Crónica de unas inundaciones

El pasado día 23 hice el viaje entre Santiponce y Córdoba capital montado en mi Daelim VS 125. Era mi primer día de vacaciones y me apetecía volver a mi ciudad realizando esta travesía en moto, por el viejo trazado de la nacional que recorre el valle del Guadalquivir, que en Córdoba es llamada la carretera de Palma, y en Sevilla es conocida como la carretera de Lora. Este trazado es antiquísimo, y aparece ya citado en el corpus cesariano como el camino que siguieron las tropas que se sublevaron contra Casio Longino y que, comandadas por Marcelo, se aprestaron a tomar Corduba.

El día, además, se prestaba para una buena cabalgada en moto, pues era el primer día despejado tras unas lluvias feroces que, en los días anteriores, habían provocado serios descalabros en ambas márgenes del Guadalquivir, río abajo desde Córdoba. Y para qué negarlo, tenía ganas de ver por mí mismo cuán graves habían sido estas lluvias y las inundaciones subsiguientes.

Salí de Santiponce pasadas las nueve y media de la mañana. Mi recorrido era claro: ir hacia La Algaba, y desde allí tomar la carretera por todo el valle del Guadalquivir. Pronto pasé sobre el puente que salva el río Ribera de Huelva, cuyos ojos se encontraban casi completamente tapados, como en la desastrosa inundación que sufrió la localidad sevillana en febrero de este año. Desde La Algaba continué en dirección noreste hasta Alcalá del Río. El frío empezaba a hacerse notar, y un inconveniente que no había tenido en cuenta se hacía sentir peligrosamente: el fuerte viento racheado que tenía ese día en alerta amarilla a la provincia de Sevilla. Soplaba fuerte, y soplaba lateralmente. Bastante fastidioso.

Pasada Alcalá del Río, que atravesé al equivocarme en la circunvalación, me esperaban una buena cantidad de kilómetros hasta Villaverde (qué sorpresa) del Río, y Cantillana, kilómetros de campo abierto, aire y frío. Justo antes de Cantillana, justo en el cruce del río Viar, tuve la primera muestra seria de la importancia de las inundaciones: al otro lado del río se encuentra la aldea de la Divina Pastora. Las aguas del río llegaban a lamer los muros de las primeras casas del pueblo.

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Ajustados de nuevo los guantes de cuero y refuerzo de kevlar (labor que -pese al polvo de talco- es más difícil de lo que pudiera llegar a parecer), me puse de nuevo en marcha. La siguiente parada: Alcolea del Río, pueblo de mi añorado ex-compañero de trabajo Ángel. Camino de Alcolea se pasan por las primeras estribaciones de Sierra Morena en Sevilla, ya que el río se acerca bastante a ésta. Es un tramo divertido, con subidas y bajadas, y algunas curvas interesantes. Este día se encontraban aún más interesantes, ya que las lluvias habían provocado el deslizamiento del terreno, y la carretera tenía grandes grietas en su firme que, de no haber sido por la labor de señalización de unos operarios, a buen seguro me hubieran hecho dar con mis huesos en el asfalto. O en la cuneta, o en el fondo de una cárcava.

Pasé sin mayor novedad por Alcolea, y seguí camino de Lora del Río. A medio camino entre ambas poblaciones se encuentra una vieja fábrica de aceite abandonada, que aún conserva el chimeneón, y que se encuentra, asimismo, junto a un meandro del río Guadalquivir que casi llega a tocar la carretera. En ese día, el casi no era una exageración. Podía verse cómo el rio se había quedado a escasos metros de la carretera, anegando hasta las copas de los árboles los campos de frutales del valle.

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La tónica de campos inundados iba a mantenerse, como bien sabría después, a lo largo de todo el viaje. Pero me llamó especialmente la atención lo que me encontré algunos kilómetros más adelante, a la altura de Matallana. Sin haber rastro alguno del río, el agua llegaba hasta la mismísima carretera. Espectacular:

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Y así, con el agua al cuello, llegué a Lora del Río, donde esta expresión se dejó sentir en todo su alcance. Mi entrada en el pueblo coincidió con el desbordamiento del Guadalquivir y sus afluentes a su paso por la localidad. Y es que los puentes no daban más de sí.

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La mañana, que tan clara y despejada había empezado en Santiponce, se iba nublando cada vez más a medida que avanzaba hacia el este. Aunque la predicción apuntaba que no iba a caer agua más allá de las diez de la mañana en la zona de Córdoba, tengo que admitir que no las tenía todas conmigo, pese a que se notaba que a medida que la mañana transcurría el cielo iba clareando. Eso sí, el vendaval no aflojaba, lo que hacía que cruzarse con los escasos camiones que tomaban este recorrido fuera un desafío para mantener la estabilidad.

Seguí en dirección a Peñaflor, el último pueblo sevillano en mi viaje. Este tramo del viaje es prácticamente rectilíneo, entre campos de frutales, quedando su monotonía rota tan sólo por el paso junto a dos pequeñas poblaciones: El Priorato y Vegas de Almenara. Una vez pasado Peñaflor, y coincidiendo de nuevo con algunas ondulaciones provocadas por la cercanía a Sierra Morena, se entra en la provincia de Córdoba. Desde un pequeño alto en una terraza sobre el río pude contemplar una panorámica del primer pueblo que encuentras al entrar en Córdoba: Palma del Río. Esta población había sufrido una crecida esa misma madrugada, lo que no era de extrañar por el caudal que mostraba el Guadalquivir en ese punto.

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La siguiente parada de mi viaje fue el Palacio de Moratalla, que destaca por su llamativa verja, y que se encuentra justo al lado de la estación de tren de Hornachuelos. Allí aproveché para estirar un poco las piernas y entrar en calor, antes de reemprender mi viaje, camino de Posadas.

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El paso por Posadas tuvo como novedad la circunvalación, que te evita tener que atravesar el pueblo. La circunvalación, además, se encuentra en unas lomas cercanas al casco urbano, lo que proporciona unas bonitas vistas de éste y del río, a la par que permite ver, en lontananza, el castillo de la cercana Almodóvar. No mucho después de dejar atrás Posadas pude tomar unas fotos interesantes del castillo, gracias a un paso elevado sobre la carretera que aún se encuentra cerrado al tráfico, pero abierto a todos los vientos huracanados del mundo.

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A esas alturas del viaje el cielo se encontraba ya completamente encapotado, de tal manera que el castillo de Almodóvar parecía más bien en Minas Morgul, con miríadas de orcos a punto de asomar por sus almenas. Almenas que esperaba ver bien de cerca al poco.

Poco antes de entrar en Almodóvar pude ver a mi izquierda la tremenda mole de la presa La Breña II. Un ciclópeo muro que se alza en el valle del Guadiato. Entré en Almodóvar por un camino poco habitual para mí: por el campo de fútbol. Siempre que había entrado en Almodóvar lo había hecho desde Córdoba por la antigua estación, o desde Sevilla por el viejo trazado de la Nacional. Pero este último se encontraba cerrado por obras, y no me quedó más remedio que hacerlo por este trazado desconocido para mí. Pronto llegué al castillo, y afronté las rampas de cemento que permiten subir a éste. Tuve que hacerlo con inusitada precaución, ya que el torrente de agua que corría por ellas me hacía temer que la moto deslizara. Y puedo asegurar que una caída desde ahí es cualquier cosa menos agradable. Una vez arriba, supe que la parada merecía la pena. Pude contemplar toda la fuerza del Guadalquivir.

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Nunca se hizo más patente para mí eso de que las tierras de un valle sólo son propiedad del río que por él pasa, y que más tarde o más temprano acaba reclamándolas.

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El viaje para mí había terminado. Tan sólo me quedaba un pequeño trámite en forma de 20 kilómetros hasta la entrada de Córdoba. Tomé la última de las fotos en la entrada del castillo, y me dispuse a desandar el camino hasta el pueblo.

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Si la subida al castillo había sido peligrosa, la bajada lo fue aún más. La rugosidad del cemento impidió que me diera más de un susto, pero no contribuía precisamente a mi tranquilidad. Para salir de Almodóvar opté por hacerlo por la vieja estación, donde pude ver un par de carreteras cortadas por inundación. Retomé la vieja carretera de Palma, y pasé junto a Villarrubia, antes de hacer mi entrada a Córdoba. Llegué a casa pasadas las doce y media. Había empleado en hacer los casi 150 kilómetros que separan la casa de Santiponce y la de Córdoba unas tres horas. Un ritmo bastante tranquilo para un bonito viaje.

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