Fue el primer coche que compramos. Para ser exactos, que compró Ana, pero ya llevábamos un tiempo viviendo juntos. Y ya habíamos tenido mi añorado Alfa Romeo 33, pero éste último era heredado, lo cual supone una diferencia. Lo compramos con 33.000 kilómetros y 3 años. Durante este tiempo nos ha acompañado en nuestros periplos. Innumerables viajes a Galicia, Córdoba y Manilva, entre los más comunes. Incluyendo un inolvidable Camino de Santiago, en el que hicimos el trayecto de Sevilla a Santiago 4 personas y 3 bicicletas. Rodando Pablo, mi padre y yo desde Zamora, y Ana haciendo de coche escoba.
También a otros sitios menos comunes, como Tarifa. Pero sobre todo, nos acompañó en nuestro viaje más memorable, nuestro periplo irlandés. De Santiponce a Dublín, pasando por San Sebastián, Burdeos y Roscoff. Francia de punta a punta. Es cierto que sólo estuvo en Irlanda durante algunos meses, hasta que desde Aduanas nos indicaron que no podíamos tener el coche más tiempo allí con matrícula española, y nos resultaba más económico comprar otro coche allí que rematricularlo y registrarlo, pero incluso en ese corto espacio de tiempo, nos dio tiempo a realizar grandes travesías. Como el viaje a Sligo, al que corresponde la foto de este artículo, y nuestro punto más septentrional en la República: Mullaghmore, en el condado de Sligo.
Volvió el coche a España, y algún tiempo después volvimos nosotros. Y nos siguió acompañando. De nuevo Córdoba, Galicia, Málaga y media España a bordo de un Peugeot 206. Y así, pasó de los 33.000 kilómetros a los más de 212.000. Forcarey ha sido su hogar este último año. Pero poco a poco los achaques se han ido dejando notar. Primero falló el aire acondicionado, posteriormente problemas en bujías, inyectores, reajustes de válvulas, fallo de los pistones de la puerta del maletero. El motor era fuerte, pero poco a poco lo iba siendo menos. Hace un par de semanas, durante un trayecto al trabajo de Ana, llegó la puntilla. Una alarma de exceso de temperatura, al ir a comprobar el vaso de expansión del refrigerante, nos encontramos batido de vainilla: una mezcla de refrigerante y aceite de motor. Síntoma claro de fallo en la junta de la culata. Se puede reparar, pero no vale la pena, teniendo en cuenta el resto de achaques.
Toca despedirse de ti, y recordar los buenos tiempos vividos. Tanto viaje, tantos kilómetros y tantas historias. Como el viaje a Madrid a ver el concierto de Green Day, en el que hicimos paradas en Mérida, Cáceres y el Castillo del Buen Amor, en Salamanca. Toca decirte adiós, y dejarte descansar. Tu destino es el desguace, recuperar partes funcionales, y reciclar el resto. Desaparecerás de nuestras vidas, pero siempre estarás en nuestros recuerdos. Recuerdos que van desde Tarifa hasta Sligo. Un tremendo recorrido para un pequeño Peugeot 206.
Esta mañana te han venido a buscar. Cuando te han cargado en la grúa, no he podido evitar que se me encogiera un poco el corazón.
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El 18 de julio de 2011 nos despertamos en Santiago con una sensación extraña. Estábamos en Santiago, sí, pero por vez primera no estábamos allí tras haber terminado un Camino, sino en el comienzo de él. Bueno, estrictamente hablando estábamos en Santiago de ambas maneras: la jornada anterior habíamos finalizado el Camino Marítimo, que en un alarde de originalidad habíamos empezado el día del Carmen en Pontevedra, realizado a pie hasta Sanxenxo, desde allí en fueraborda hasta Pontedeume, y posteriormente, de nuevo a pie hasta Santiago. Y ese día empezábamos un nuevo Camino, el camino que llevábamos años hablando de hacer y que nunca habíamos hecho: el Camino a Finisterre.
Como dije en el anterior artículo, esa noche descansamos en el Seminario Mayor de Santiago de Compostela, uno de los mejores sitios posibles para que el peregrino haga su estancia en Santiago. Además de encontrarse emplazado en la Plaza de la Inmaculada, junto a la Catedral, parte del Seminario se encuentra habilitado como un hotel, con todas las comodidades habituales, y otra parte como albergue de peregrinos, en el que pernoctas en una humilde celda de seminarista, en las que todas las comodidades consisten en sendas camas gemelas, una mesilla, y un aseo. Pero que sientan a gloria. Además, albergarse como peregrino en el Seminario Mayor cuenta con una curiosa ventaja: en el precio del alojamiento se encuentra incluido el desayuno en el refectorio del Seminario, habilitado como buffet libre. Y como teníamos por delante una mañana intensa hasta Negreira, nuestra siguiente parada, decidimos hacer buen uso del refectorio.
Una de las grandes incógnitas que nunca he sido capaz de resolver de Galicia es cómo, teniendo tan excelente pan como tienen en cualquier pueblo, nunca jamás a nadie se le ha ocurrido cortarlo en rebanadas, tostarlo, y ponerlo a la venta con mantequilla o aceite acompañado de un café. Lo más parecido que han servido son las horrendas rebanadas de pan Bimbo que, si bien son aceptables en un lugar donde el pan no sea nada del otro mundo, en lugares como Galicia el hacer eso debería tener reservado un círculo en el infierno especialmente dedicado a los perpetradores de semejante despropósito. Pues bien, resulta que la Santa Madre Iglesia… ¡había descubierto que se pueden hacer rebanadas de pan y tostarlas con el pan de Galicia! Esa manaña no pude menos que alabar la sabiduría transmitida a lo largo de generaciones de sacerdotes gallegos. Y preguntarme, de nuevo, la razón por la que esa sabiduría no se ha transmitido al pueblo llano. Grandes misterios de la vida.
Tener esas tostadas era como tener el paraíso terrenal al alcance de la mano. No se me ocurría mejor manera de empezar la jornada. Tras un opíparo desayuno, empezamos nuestro Camino a a las 8:35h de la mañana, en una mañana fresca, con el cielo algo cubierto, y que era ideal para caminar. Dejamos atrás la Plaza del Obradoiro y salimos hacia la Carballeda de San Lorenzo por la Rúa Das Hortas. Pronto nos encontramos con el primer monolito. Monolito que, cómo no, señalaba en sentido contrario. Y que era el único en el que las placas de indicación de distancia no eran inferiores a la decena. Como hecho llamativo, el monolito tenía -o debería haber tenido- dos placas, ya que hay dos variantes para llegar a Finisterre. Nosotros habíamos escogido la variante de Cee, en vez de la de Muxía, algo más larga. El tiempo -sobre todo en el caso de Pablo- no era un lujo del que pudiéramos disponer.
Salimos, pues, de Santiago por un robledal, que pronto nos llevó a una sorprendente corredoira; sorprendente por lo cercana a Santiago que se encontraba. Por desgracia, en los demás Caminos que he recorrido, los últimos kilómetros a Santiago son un compendio de carreteras nacionales, zonas urbanas, circunvalaciones y cosas aún peores. Encontrar ese remanso de paz tan cerca de la ciudad no podía menos que impresionarme.Y encima, estábamos empezando la etapa en descenso. Otra novedad interesante, ya que no hay manera humana de hacer el Camino y llegar a Santiago sin tener que afrontar alguna que otra subida espantosa, salvo el caso del Camino Inglés, que llegas por una Nacional aún peor. Tan agradable era el sitio, que incluso nos encontramos con una tienda de campaña a la vera del camino, señal de que algún peregrino había sido sorprendido por la noche en plena marcha, y no había dudado en plantar allí sus reales. Yo tampoco lo hubiera dudado.
Contemplamos, pues, la última vista que habríamos de tener de las torres de la Catedral. De nuevo, una experiencia opuesta a lo que siempre habíamos vivido.
Terminamos la bajada en la zona de urbanización de Moas de Abaixo. Desde allí avanzamos por asfalto hasta Carballal, y desde allí, como no podía ser menos, iniciamos una subida hasta Vilariño, por una pista pedregosa y sin asfaltar. La verdad, un interesante cambio, porque el asfalto empezaba a resultar fastidioso. Seguimos con un rato de subidas y bajadas, en el que pasamos por las aldeas de Pedriño, Quintáns y Portela. A esas alturas de la mañana empezamos a encontrarnos con más peregrinos, y empezamos la que iba a ser la bajada más larga del día, de 3 kms., y que nos llevaría al punto más bajo de la etapa, la aldea de Augapesada. Pero antes, tuvimos que hacer una parada técnica: Pablo había empezado a notar molestias en una de sus rodillas, con lo que estaba aplicando más peso del conveniente en la pierna contraria. Ello podía provocarle una tendinitis, con lo que su Camino podía quedar inconcluso. Por suerte, a mitad de la bajada encontramos una farmacia abierta, y allí pudimos hacernos con una rodillera.
Hicimos una breve parada en Augapesada, y la cosa no era para menos. Aparte de tratarse de una pequeña aldeíta muy agradable, consta de un puente medieval rehabilitado de un solo ojo. Pero la verdadera razón para hacer el alto es que por delante teníamos la subida hasta el Alto del Mar de Ovellas. Una dura subida de 3 kms., con rampas del 17%, y en la que tendríamos que ascender una altitud de 235 m. hasta la cota más alta de la jornada, con 282 m. sobre el nivel del mar.
Una vez descansados, iniciamos nuestra subida. Una subida por un magnífico ejemplar de bosque gallego, por corredoira, pero en unas condiciones durísimas. Nuestra media de velocidad, que durante toda la jornada se había mantenido en torno a los 5 km/h, cayó en algunos momentos hasta los 3 km/h. Pero la subida, aunque dura, merecía la pena.
A mitad de la subida la corredoira dio paso al asfalto, que seguiríamos hasta alcanzar el pueblo de Carballo, que tengo que decir que tenía el nombre excelentemente puesto. Hicimos un breve descanso, antes de seguir avanzando por carretera. Pasamos por los núcleos de Trasmonte, Reino y Burgueiros. Esta vez nos quedaba descender hasta Puente Maceira, donde habríamos de cruzar el río Tambre. Una bajada casi tan intensa como la subida del Alto del Mar de Ovellas, pero que destrozaba igualmente las piernas. Ese era uno de los momentos en los que estaba empezando a echar de menos mi bicicleta de montaña.
Pese a ir por asfalto, la belleza de la zona era espectacular. Pero lo mejor estaba aún por llegar. El espectacular puente sobre el río Tambre.
Puente Maceira. Estábamos al filo de la una de la tarde y habíamos recorrido algo menos de 18 kilómetros de etapa, por lo que aún nos quedaban por delante cuatro más para llegar a Negreira. Estuvimos tentados de quedarnos a comer en el que parecía ser un buen restaurante junto al puente, pero como aún era algo temprano para comer, optamos por seguir avanzando. En el ínterin llegaron a Puente Maceira un grupo de peregrinos jubilados con los que nos habíamos ido entrecruzando a lo largo de la jornada. Ellos iban sin equipaje y con una furgoneta de apoyo. La etapa, para ellos, había terminado allí, pese a que se tendrían que albergar en Negreira igualmente. Con algo de envidia, vimos cómo se montaban en la furgoneta y seguían alegremente su camino. Pero cuatro kilómetros no era nada con lo que no pudiéramos lidiar. Así pues, cruzamos el puente, donde no pude resistirme a tomar una panorámica en 360º:
Una vez dejamos atrás Puente Maceira, el día pareció abrir un poco. La amenaza de lluvia parecía disolverse, y el sol hacía acto de presencia… lo que no era precisamente lo más adecuado para andar por caminos rurales gallegos al filo de la una de la tarde. Al menos, el fin de etapa se encontraba cercano. Pronto dejamos atrás los caminos rurales y nos encontramos andando por una carretera de mayor entidad. Por suerte fue por poco tiempo, ya que poco después la carretera había sido rectificada y nos encontramos entrando en Negreira por el antiguo trazado de la carretera… como no, en fuerte subida. A esas alturas ya nos encontrábamos llamando al albergue público de Negreira, para saber si había plazas disponibles. Para nuestra sorpresa, no las había, por lo que no nos quedó más remedio que acudir a un albergue privado, el Albergue San José. Y fue una buena elección.
Llegamos al albergue al filo de las dos de la tarde cuando, en un nuevo cambio del tiempo, empezaba a llover sobre Negreira. El albergue hay que admitir que se encontraba en excelentes condiciones, era amplio y moderno, y con todos los servicios imaginables. Tras unas duchas rápidas y deshacer lo justo las maletas, nos dirigimos a un restaurante cercano para degustar un buen menú de la casa, a base de caldo gallego, que con el frío que empezaba a hacer vino de perlas. Por la tarde echamos unas reparadoras siestas, y luego salimos a pasear por el pueblo, con el fin de buscar un supermercado donde hacer la compra para la cena. Fue en esas cuando vimos una imagen sorprendente, para la que, la verdad, no encuentro mucha explicación:
El resto de la tarde lo empleamos lavando la ropa en las lavadoras y secadoras industriales del albergue, y a la lectura. La etapa había sido exigente, y la del día siguiente no lo iba a ser menos.Habíamos recorrido 21’6 kms. en 5h 18m 18s.
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Iniciamos la segunda y última etapa del Camino Marítimo a las 7:00h. La mañana, a diferencia del día anterior, amaneció fresca y con apenas unas algonodosas nubes blancas, lo que hacía presagiar que el día iba a ser sumamente bueno para caminar. Y no nos venía mal, ya que Ana y yo teníamos una vieja deuda con esta etapa: coincide con el recorrido del Camino Portugués, y en 2006 nos saltamos este tramo de 23 kilómetros, ya que Ana se encontraba tremendamente fatigada, y no en balde llevábamos ya en el cuerpo casi 130 kilómetros de recorrido, por lo que hicimos la etapa en tren regional. Esta vez no íbamos a pasar por eso.
Como decía, dejamos el hostal a las 7:00h, y nos encaminamos al punto de comienzo de nuestra etapa, la Iglesia de Santiago. Junto a ella, en el bar Don Pepe 2, tomamos el desayuno, acompañado de un rato de palique por parte del dueño del bar, que nos deseó un buen viaje y no nos dejó partir sin tomarse ante unas fotografías con nosotros.
Así pues, empezamos a seguir las consabidas flechas amarillas, y pronto dejamos atrás Padrón, camino de Santiago. Como no podía ser menos, no pudimos evitar detenernos en Iria Flavia y presentar nuestros respetos a D. Camilo José Cela, visitando su tumba, bajo la sombra de un insólito olivo.
El recorrido de la etapa fue bastante convencional: recorrer caminos rurales que bordean la N-550, que coincide con el trazado del Camino, y con la que, como no podía ser menos, establecimos pronto una relación de amor-odio, ya que nos indicaba claramente el rumbo a establecer, pero por su peligrosidad nos obligaba a dar vuertas y revueltas en torno a ella por caminitos, en un recorrido muy poco natural. Pero en fin, es algo a lo que, desde hace años, estamos acostumbrados.
Ya desde primera hora de la mañana noté que iba a tener problemas al andar. A diferencia de años anteriores, este año había dejado atrás mis botas Chiruca de montaña, e iba con un calzado más ligero, unas zapatillas de senderismo. Acostumbrado a llevar mis gruesas botas, suelo ponerme en estas etapas doble calcetín, para evitar ampollas, y hacer más cómodas las botas. En la primera jornada, al llevar una suela más blanda, había optado por ponerme un solo calcetín, sin demasiado buen resultado, ya que me molestaron bastante las plantas de los pies. Así que en el segundo día preferí volver al esquema del doble calcetín. Sin embargo, tampoco de esta manera iba cómodo, ya que el pie izquierdo me apretaba, sobre todo en los dedos. Y en un grave error, decidí aguantar, a ver si la cosa mejoraba.
Como decía, fuimos avanzando, pasando por las poblaciones de Pazos, Romarís, Rueiro, Anteportas, Tarrio y Vilar, sin gran novedad, salvo que el flujo de peregrinos a Santiago se había incrementado bastante, a diferencia de nuestra tranquila etapa -como no podía ser menos- a ese respecto del día anterior. Realizamos una breve parada en A Escravitude, donde no pudimos dejar de admirar el magnífico santuario Barroco, de los siglos XVIII y XIX.
A la salida de A Escravitude nos internamos en una zona boscosa, si bien no tardamos en volver a descender hasta nuestra querida N-550, a la altura de A Picaraña. Anduvimos un rato por el arcén de la carretera, hasta abandonarla por un tramo antiguo de la misma carretera, que nos llevó a pasar junto al albergue de peregrinos de Teo. Proseguimos nuestro avance, si bien no tardamos mucho en deternos, en un pequeño parquecito en la aldea de Francos, en donde destacaba el sorprendente Cruceiro de Francos, considerado como uno de los más antiguos de Galicia.
Aproveché esa parada -eran ya las 10:30h- para atender a mi dolorido pie izquierdo. Llevábamos ya dos horas y media de camino, y había ido sufriendo mayores molestias a cada paso. Fue quitarme el doble calcetín, y notar una gran mejoría, pero para esas alturas el daño ya estaba hecho. El dedo anular de dicho pie tenía la uña completamente enrojecida. En los meses sucesivos se me iría poniendo negra y acabaría cayéndoseme. Pero en ese momento constituyó un gran alivio. Así que el resto de la etapa lo hice con dos calcetines en el pie derecho, y uno en el izquierdo.
Reanudamos la marcha afianzando la tendencia que habíamos observado hacía poco: que se acababa el llanear, y empezábamos a subir monte, camino de Santiago. Y es que debe de ser alguna especie de maldición persa para los peregrinos, pero es que no hay prácticamente manera alguna de acercarse a la ciudad del Apóstol que no implique escalar cerros con la mochila -o las alforjas en el caso de la bici- a la espalda.
A medida que nos acercábamos a Santiago el paisaje se iba transformado, dejando paso cada vez más a un entorno rural cada vez más concentrado, a diferencia de los ratos de respiro de vegetación que teníamos antes, caracterizados por la dispersión de los núcleos rurales. Sin embargo, pese a todo, de cuando en cuando teníamos pequeños regalos en forma de robledal o breves tramos de corredoira, que hacían nuestras delicias. Pero por desgracia, eran las menos de las veces.
Era mediodía cuando alcanzamos Milladoiro, a apenas 8 kilómetros de nuestro destino. A esas alturas del día el calor empezaba a apretar, por lo que agradecimos llegar a esta población, que marcaba el comienzo de un tramo de descenso hasta Santiago. Realizamos un descenso por pista asfaltada -primero- y por sendas que harían las delicias de cualquier ciclista de montaña, pero que constituían un gran fastidio si, como era nuestro caso, realizabas el Camino a pie. Así pues, llegamos a la parroquia de Conxo, perteneciente ya al Concello de Santiago. Apenas 3 kilómetros ya nos separaban de nuestro destino, pero iban a ser todos ellos en subida, y con un calor que seguía apretando.
Entramos, pues, en Santiago bordeando un centro hospitalario. Avanzamos prácticamente en línea recta, hasta llegar al casco histórico de la ciudad, donde el gentío era, como de costumbre, abrumador. Así pues, llegamos a la plaza del Obradoiro al filo de las dos de la tarde, tras seis horas y media largas de etapa, y casi seis horas de caminar ininterrumpido. Pero teníamos sensaciones encontradas. Estábamos en Santiago, sí, pero por vez primera en nuestros Caminos no era el final de nuestro viaje, sino apenas una etapa intermedia.
Encontramos albergue en el Seminario Mayor de Santiago, justo al lado de la Catedral, aunque por un momento temimos encontrarlo cerrado, ya que habían cambiado la puerta de entrada con respecto a ocasiones anteriores. Deshicimos las mochilas, y tras un rápido duchado, nos dirigimos a comer a Casa Manolo, en la plaza de Cervantes, donde almorzamos -como de costumbre- magníficamente bien.
De vuelta al Seminario, descansamos un rato y lavamos la ropa del día. Por la tarde salimos a dar una vuelta por Santiago, obviando esta vez el trámite de obtener la Compostela, ya que no teníamos derecho a ella, ya que habíamos realizado un Camino inferior a los 100 kilómetros andando. Esa noche cenamos en un restaurante turco cercano a la Alameda, y nos preparamos para emprender al día siguiente la segunda fase de nuestro viaje: el Camino a Finisterre.
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El 6 de agosto iniciamos la séptima y última etapa de la Vía de la Plata. La iniciamos a las 8:45h en las cercanías de la estación de tren de Lalín, donde se suponía que tendríamos que haber terminado la jornada anterior, en la que, por diversos avatares, acabamos atravesando una sierra, y a unos 20 kilómetros de distancia de nuestro objetivo. Ana nos dejó con el coche, y partió en dirección Santiago. Nosotros, por nuestra parte, de nuevo los tres después de desventuras varias, nos dispusimos a afrontar los últimos kilómetros que nos quedaban para culminar nuestro viaje.
Empezamos, por variar, con un suave descenso a través de genuino bosque gallego: corredoiras entre tupida vegetación, alternadas con claros sometidos al imperio del agro. Pasamos por diversas aldeas, en las que alternamos el camino forestal con la carretera comarcal: Bouza, Donsión, Laxe… En este último pueblo volvimos a tomar nuestra vieja amiga, la N-525, si bien la abandonamos poco después para seguir un viejo trazado de la carretera, y volver a salir a ella algo más adelante. Estas entradas y salidas empezaron a molestar a mi padre, y durante un rato, nos ceñimos al trazado de la N-525. Cuando ascendíamos por la N-525, nos empezó a anirmarnos el guardián de la iglesia parroquial de Santiago de Taboada, quien se ofreció, amablemente, a enseñarnos la iglesia. Bien bonita, nos detuvimos gustosos a visitarla, y a realizar el correspondiente donativo. Eran las 9:30h de la mañana.
A la salida de la iglesia abandonamos de nuevo la carretera, para internarnos en un pequeño tramo de bosque antes de alcanzar el pueblo de Silleda. En este tramo el Camino era una auténtica calzada de piedra, que recorrimos en subida, primero, y en peligrosa bajada, por piedras mojadas y llenas de barro, después. De hecho, tan peligrosa era que Pablo sufrió una caída que, aparte de dañarle la rodilla, tuvo una consecuencia inadvertida en ese momento, que marcaría el resto de la etapa.
Atravesamos Silleda, nos detuvimos a sellar las creenciales y seguimos hasta el pueblo de Bandeira, siete kilómetros después, por nuestra querida nacional. A partir de Bandeira tomamos una comarcal que, en fuerte descenso, nos llevó por las aldeas de Piñeiro y Dornela. Seguimos descendiendo, con alguna breve aunque dura subida, por comarcales prácticamente paralelas a la nacional hasta que, cerca de As Carballas, abandonamos la carretera y nos metimos en el bosque.
La presencia otros de peregrinos, que había sido una constante a lo largo de todo el recorrido, se hizo mucho más acusada a partir de este punto. Fue de destacar un grupo de niñas de un colegio de monjas, que bajaban por la corredoira en una auténtica marabunta humana. La primera muestra del grupo la tuvimos, curiosamente, circulando en contra nuestra: una de las chicas había sufrido una lesión y tenía que retirarse. Volvía entre lágrimas, medio de dolor, medio de tristeza, acompañada por sus amigas y por una de las monjas.
Una vez superado el grupo, seguimos en fuerte descenso hasta el valle del río Ulla. Llegamos a las obras del AVE, que han alterado el trazado normal del Camino, y que nos obligaron a descender por un cortado de la montaña.
Una vez en el valle, nos dirigimos al puente que da nombre a la primera población de La Coruña que pisamos siguiendo el Camino: Puente Ulla. Eran las 11:45h, y habíamos alcanzado el punto más bajo de toda la etapa: 63 m. sobre el nivel del mar. Habíamos descendido desde los 563 m, y tendríamos que volver a subir hasta los 261. Lo bueno era que ya habíamos recorrido 3/5 partes de la etapa: llevábamos 30 kilómetros.
Descansamos un rato a la salida de Puente Ulla, parada que aprovechamos para decidir qué camino seguíamos hasta Santiago. Las alternativas eran ceñirnos al trazado del Camino, que zigzagueaba en torno a la nacional, o bien seguir la nacional, que al fin y al cabo, quizás fuera el trazado más fiel al Camino original. En principio se impuso el criterio de seguir el camino, dado que la cercanía de Santiago hacía la nacional bastante peligrosa.
Curiosamente decidimos salir de Puente Ulla por la nacional, lo que constituyó, como vimos poco después, un error, ya que la carretera era, por una vez, la que daba rodeos en torno al camino. Seguimos ascendiendo por la nacional, pasando por las parroquias de Ribadulla, Francés y Picón, todas ellas pertenecientes al municio de Vedra. En esta última nos vimos obligados a detenernos en la oficina de turismo (donde aprovechamos para sellar las credenciales), porque vimos que la rueda trasera de Pablo oscilaba peligrosamente, como si tuviera algún radio partido. Al observarla detenidamente, nos dimos cuenta del problema: la cubierta se encontraba cortada a lo largo de la llanta, con un corte de unos 8 cm. Entonces caímos en la cuenta: en la caída que Pablo había sufrido en las cercanías de Silleda una de las piedras había dañado la cubierta, que poco a poco se había ido rajando, sin que lo percibiéramos. Ante el peligro de que al rodar por el Camino la cubierta se acabara rajando del todo, no nos quedó más remedio que tener que realizar los últimos kilómetros de la etapa por carretera.
El resto de la etapa no tuvo grandes novedades. Seguimos ascendiendo un poco más hasta salir del valle del Ulla, para iniciar un descenso casi ininterrumpido de 8 kms. hasta Piñeiro, donde encontramos algo que no podía faltar: una última subida antes de llegar a Santiago. Y a esas alturas de la jornada -rondaban las 13:45h- no se hizo precisamente fácil.
Y así, entramos en Santiago justo a las 14:00h, por la Rúa del Hórreo, que nos llevó desde la estación de Renfe hasta la Catedral en ascenso -cómo no- junto al Parlamento de Galicia y la plaza homónima. Llegamos a la Plaza del Obradoiro a las 14:22h., tras 51’2 kms. de etapa. Habíamos terminado, una vez más, el Camino de Santiago.
Una vez terminado el Camino, nos tocó cumplir -cosas de España- con la burocracia. Siendo Año Santo, las colas para obtener la Compostela eran casi tan largas como el propio Camino. En nuestro caso, no conseguimos hacernos con ella -en mi caso concreto, con la carta de saludo- hasta las 16:00h. Momento en el que nos hicimos la última foto del Camino:
Ya reunidos con Ana, buscamos algún sitio en el que comer. Dado lo tardío de la hora, y lo atestado de la ciudad, optamos por una comida internacional: compamos unos kebabs y nos fuimos a comerlos a la cercana Carballeira de Santa Susana, donde disfrutamos del frescor de la arboleda en una agradable tarde de verano. Acabada la comida, recogimos las bicis, las montamos en el coche, y nos dirigimos a nuestro hotel, emplazado a las afueras de Compostela. Esa tarde nos tomamos un merecido descanso en forma de siesta. Caída la noche, nos dirigimos de nuevo a Santiago, donde cenamos de tapas en una terraza del casco viejo, y dimos un agradable paseo por la ciudad. Aún quedaba hacer la visita al Apóstol, pero eso tendría que quedar -cosas de las aglomeraciones- para la siguiente jornada.
El recorrido de la etapa, en Google Maps, es el siguiente:
Ver Vía de la Plata. Etapa 7: Estación de Lalín – Santiago de Compostela (06/08/2010) en un mapa más grande
Los datos de la etapa, por su parte, son los siguientes:
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Este año he pasado, como cada dos, mis vacaciones de Navidad en Galicia. He estado viendo a la familia, que es agradable, y disfrutando (cuando una afección de garganta me dejaba) de un tiempo magnífico. Pero por lo que recordaré especialmente estas vacaciones es por el viaje a Catoira que nos hicimos Ana, su sobrina Helena y yo el último día de mi estancia en Galicia.
Las Torres de Oeste (Oeste es la parroquia de Catoira donde se encuentran las torres) son las ruinas de una antigua fortaleza de origen castreño, pero que cobraron especial importancia durante la dominación romana (época augustea) como protección del puerto comercial de la zona. Por aquell entonces la fortaleza era conocida como Castellum Honesti. Pero si por algo son especialmente conocidas estas ruinas es porque eran la primera línea defensiva de Santiago de Compostela y de toda la ría de Arosa durante la Edad Media. Fueron especialmente importantes de cara a repeler ataques vikingos y sarracenos.
Resulta también muy llamativa, entre las ruinas de las torres, una pequeña ermita dedicada a Santiago, lo cual no es sorprendente en realidad, ya que la fortaleza fue cedida al arzobispo de Santiago en el siglo XIII.
Además de las Torres de Oeste, en la zona se encuentra una pequeña isla en la que se puede ver un cruceiro de piedra.
Merece la pena visitar la zona, y perder media mañana visitando estas venerables ruinas, que se ven aderezadas por una marisma que convertía la fortaleza prácticamente en inexpugnable por tierra, y en la que hoy puede disfrutarse de un mirador de aves enclavado en mitad de un cañaveral.
Por cierto, aunque sea complicado, quizás el momento más divertido para visitar Catoira es el primer domingo de agosto, cuando se celebra la romería vikinga, en la que los lugareños escenifican el intento de asalto vikingo de la fortaleza, y al que sigue una buena juerga con los asistentes caracterizados para la ocasión.
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