El 20 de julio de 2011 iniciamos la tercera etapa del Camino a Finisterre, y quinta de ese verano. Y digo verano por decir algo, porque la mañana con la que nos recibió el día parecía más propia de un otoño lluvioso que de pleno verano. Pero al fin y al cabo nos encontrábamos en Galicia, y tesituras como esas no eran algo desconocido. Desayunamos temprano en el Albergue O Hórreo, a base de colacao y tostadas que -lástima- eran de pan Bimbo. Una vez desayunamos, emprendimos el camino a las 8:00h. El día estaba feo, gris, y lloviznaba. Salimos prácticamente a la par que el peculiar japonés del que hablé en la entrada anterior. De repente, sus estrafalarios calcetines a cuadros escoceses hasta la rodilla y el abrigo de plumas no se me antojaban tan estrafalarios, sino incluso apetecibles. Porque es que hacía frío. Mucho frío.
Salimos de Olveiroa por la calle principal, en descenso por un bonito camino empedrado. Cruzamos un arroyo y salimos a una carretera comarcal, que pronto abandonamos por un camino a nuestra izquierda que, posteriormente, giraría a mano derecha para ascender, bordeando el alto do Sino, camino de unos aerogeneradores.
Las señales del Camino se dejaban ver en abundancia, en una zona rica en restos arqueológicos y que evidenciaba haber estado transitada de muy antiguo. Una zona que conservaba el sabor rural gallego en todo su esplendor. Fuimos avanzando por el valle encajonado formado por el río Xallas, contemplando -cuando la niebla lo permitía- unas vistas espectaculares.
La primera población que encontramos desde que salimos de Olveiroa fue Logoso, en las faldas del monte Castelo. Formada por viejas casas de piedra, no vimos más señal de vida que unos gatos que, entre aburridos y curiosos, con contemplaban tras una ventana.
Salimos de Logoso y, en suave subida, alcanzamos la aldea de Hospital. Tomamos durante un rato un tramo abandonado de carretera que, en ascenso, nos iba a llevar a un punto significativo de nuestro camino: la bifurcación del Camino a Finisterre. Y es que, recordemos, hay dos variantes para llegar de Santiago a Finisterre, la que va por Muxía, y la que lo hace por Cee. Nosotros habíamos optado por realizar la segunda.
El día seguía desapacible y gris. Dejamos atrás una fábrica y salimos de la carretera, tomando una pista a mano derecha que nos condujo por un buen camino rodeado de paisaje abierto de tojos, pinos y eucaliptos, si bien era poco lo que podíamos contemplar entre los jirones de niebla, omnipresentes en ese día.
Seguimos avanzando con esta dinámica durante unos cuantos kilómetros, en perfil plano o descendente, hasta llegar a la ermita de Nuestra Señora de las Nieves, donde hicimos una parada para reponer fuerzas. Allí fue donde me di cuenta del desastre: había encendido el GPS por la mañana, al salir del albergue, pero por alguna razón (probablemente el agotamiento de batería y el apagado incorrecto del día anterior) no había recogido valor alguno desde la salida, por lo que ese tramo del Camino había quedado sin registrar. Aprovechamos la parada para ver el estado de Ana. Las quemaduras del día anterior la habían obligado a llevar las piernas vendadas, además de protegidas por un par de mis calcetines largos (que a ella le quedaban como escarpines) y un culotte largo. Lo estaba sobrellevando razonablemente bien, pero su expresión no dejaba lugar a dudas: le estaba resultando duro.
Retomamos la marcha a las 10:25h. Avanzamos a un ritmo bastante bueno por el monte Lousado, en una pista prácticamente plana, y que mantenía la monotonía paisajística existente desde que dejamos atrás la bifurcación del Camino. Poco después encontramos a una pareja de jóvenes norteamericanos con los que habíamos compartido albergue la noche anterior. La chica tenía unas ampollas horribles en los pies, y le habían reventado en el transcurso de la etapa. Cuando los encontramos ya se las había curado, y seguían avanzando, pero llevando ella sandalias de tiras en el dedo, y el chico las mochilas de ambos. Ella cojeaba de manera ostensible, y no nos cupo la menor duda de que las iban a pasar canutas. Aún les quedaban casi 9 km. hasta Cee, y hacerlo con ese tipo de sandalias me pareció en ese momento la peor idea del mundo. Les deseamos suerte y seguimos nuestro caminar.
Pronto nos acercamos al Alto de la Armada, punto significativo de la etapa porque a partir de ahí empezaríamos una brusca bajada hasta las cercanías de Cee, y volveríamos a ver, por primera vez en cuatro días, el mar. Eso, claro, siempre que la niebla nos dejara. Que no fue el caso. Ni siquiera pudimos observar el famoso cruceiro de la Armada que se encuentra junto a la bajada. Tan cerrada era la niebla que no fuimos capaces de divisarlo.
La bajada era brutal, con pendientes del 19%, lleva de grava y piedra suelta. Una tortura para las rodillas. No sería la última vez que echara de menos mi bicicleta de montaña, pero sí la que lo hice con más intensidad. No en balde se trataban de 2500 metros de descenso, desde los 277 hasta los 25. Una auténtica delicia. Siempre que no fueras con una mochila a la espalda, y el terreno se encontrara mojado y resbaladizo, claro.
Pero al fin llegamos hasta el pie del océano. Pasaban las 12:15h cuando llegamos a la carretera de la costa que nos conduciría hasta Cee. En apenas 5 minutos estábamos entrando en la población. Aprovechamos tal tesitura para averiguar un lugar para hospedarnos. Y es que en Cee no existe albergue de la Xunta, por lo que no nos quedaba más remedio que hacerlo en uno privado. Tras algunas llamadas, encontramos sitio en el albergue O Camiño das Estrelas, adjunto a un hotel de Cee. Éramos prácticamente los primeros en llegar al sitio, y pudimos escoger sitio para dormir. En realidad, se trataba de una gran sala de un local adjunto al hotel, que contaba con una pequeña recepción, baños y dicha sala. Lo bueno del asunto es que podíamos hacer uso del servicio de lavandería del hotel, con lo que ese día nos libramos de hacer la colada.
Igualmente, almorzamos en el hotel, con un menú bastante bueno, que hizo nuestras delicias. Por la tarde, como el día seguía lluvioso, salimos a dar un paseo por el pueblo. Cuando preparé la mochila, en un alarde de optimismo, eché un bañador del que esperaba haber hecho uso en Sanxenxo o en Cee. Esperanza vana, pues en ninguno de los dos sitios pude hacer uso de él. Aun así, bajamos hasta la playa, famosa en toda Galicia, para al menos deleitarnos con la vista.
Y valía la pena. Se encuentra al fondo de la ría de Corcubión, pueblo cercano -cercano al estilo gallego, que sabes dónde termina un pueblo y empieza el siguiente por los carteles en las carreteras- y, como suele ser habitual, rival a más no poder. Las vistas de la playa, que me quedaría con las ganas de catar, eran sencillamente espectaculares.
Posteriormente matamos el tiempo en un centro comercial cercano, antes de dirigirnos a una terraza y tomar algunos cafés. Posteriormente nos dirigimos al albergue, donde nos habían devuelto la ropa, lavada y secada. Para mi horror, observé que las chaquetillas de la bici habían sufrido un deterioro al ser introducidas en la secadora: la banda reflectante de los bolsillos había quedado destrozada. Unas chaquetillas que en ocho años habían aguantado de todo, llegando como nuevas hasta Cee, habían sufrido allí semejante destrozo. Por suerte los daños se limitaban a eso, pero los lagrimones que me rodaban por las mejillas eran como puños.
Dado que la tarde seguía desapacible, aprovechamos para echar una pequeña siesta y descansar un poco, algo que Ana agradeció sobremanera. Yo seguí trasteando con el móvil y el GPS, momento que mi padre no pudo dejar de inmortalizar.
Como por la noche Ana seguía en un estado similar al trance, decidimos resolver la cena de una manera bastante expeditiva: nos dirigimos a una pizzería cercana y compramos pizzas y algunas bebidas, que consumimos luego en la pequeña recepción del albergue, habilitada con mesas y máquinas dispensadoras. Después de cenar, entramos en la habitación, dispuestos a pasar la última noche antes de llegar a Finisterre. Y por lo que a nosotros respectaba -gracias a los tapones para los oídos- dormimos como troncos.
Esa jornada recorrimos 19’5 kms. en 4h 45m. Nos quedaba para el día siguiente la etapa más corta, de tan sólo 15’4 kms.
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El 19 de julio de 2011 empezamos la segunda etapa del Camino a Finisterre, y la cuarta desde que salimos de Pontevedra, con puntualidad británica: empezamos a caminar a las 8:00h. Y no era para menos. Teníamos por delante la etapa más larga de todo nuestro viaje: 33’4 km. Iba a ser un largo día, así que no podíamos remolonear. Atravesamos el bello pueblo de Negreira, que con las lluvias del día anterior apenas habíamos podido disfrutar. Y la verdad, nos habíamos perdido la parte más hermosa de la villa: el pazo de Cotón y la zona adyacente. No era plan dejarlo atrás sin tan siquiera echar una pequeña fotografía.
Salimos, pues, de Negreira, y pronto nos encontramos subiendo -otra cosa hubiera sido rara- hacia la pequeña aldea de Negreiroa, con una bonita iglesia de estilo típicamente gallego.
A continuación giramos en dirección noroeste camino del Alto de la Cruz, por un bonito tramo de bosque de hoja caduca. Si en algún sitio íbamos a encontrar la esencia del Camino, iba a ser aquí donde lo halláramos. Y no nos equivocamos. La mañana era fría, así que transitar por estas corredoiras no era en ese preciso momento lo más agradable del mundo, pero igaulmente merecía la pena. Poco podíamos pensar que no mucho tiempo después íbamos a añorar ese frío.
Pasado el Alto salimos de nuevo a carretera, camino de San Mamede de Zas. Pronto adoptamos un curioso orden de marcha, que dio lugar a que Pablo sacara, probablemente, una de las mejores imágenes del viaje:
Dejar atrás San Mamede fue como pasar a otro mundo. El cielo abrió, y empezó a dejar pasar el sol que habíamos añorado desde el día anterior. Se hizo incluso necesario prescindir de las chaquetillas térmicas de ciclismo que estábamos utilizando. Nuestro próximo punto de paso, de nuevo por agradable bosque, fue la aldea de Camiño Real, topónimo que no hacía sino recordarnos la antigüedad y la importancia de la senda por la que andábamos transitando.
Nuestro caminar siguio discurriendo, por bosque y en constante ascenso. Algunos de los tramos más duros del día los habríamos de encontrar aquí. Y también fue este sitio donde encontramos, camino de la aldea de O Rapote, un curioso monumento efímero:
Siempre me preguntaré a quién le sobraba una bota haciendo el Camino a Finisterre. Continuamos nuestro camino, siempre en ascenso, pasando por las aldeas de O Rapote y A Pena. Seguimos ascendiendo hasta el Alto de Cotón para salir, poco después y aún en ascenso, a una carretera comarcal. Fue en esta zona, en el lugar de Rodeiro, donde alcanzamos la cota máxima de la jornada (430 m.). Continuamos andando por carreteras rurales hasta llegar a Vilaserío, donde hicimos un breve descanso. Posteriormente continuamos , siempre por carreteras rurales rodeadas de prados y algo de bosque de eucaliptos, hasta Cornado. A la salida del pueblo tuvimos que afrontar una nueva tachuela, esta vez por camino, que en una bajada que hubiera sido enormemente divertida con bici, nos llevó de nuevo a una carreterar rural, preludio de una nueva pista forestal, que se prolongaría, prácticamente en línea recta, hasta Maroñas, en una distancia de 3’4 kms.
Llegamos a Maroñas pasadas las 12:30h, y a esas alturas del día el calor se hacía notar de manera insistente. Ya habíamos efectuado 20 km. de etapa, apenas dos tercios de nuestro recorrido total del día, y empezábamos a notar los efectos del cansancio.
Pero no encontramos en Maroñas sitio alguno donde parar a almorzar, por lo que seguimos hasta la cercana aldea de Santa Mariña, a cuya salida encontramos un excelente área de descanso, donde pudimos parar a almorzar. Algo temprano, no eran aún las 13:00h, pero sabiendo lo que se avecinaba por delante, no esperábamos encontrar nada mejor. Así pues, sacamos los bocadillos que hicimos con la compra en el supermercado de Negreira de la tarde anterior, y reposamos un buen rato, para pillar fuerzas y afrontar en condiciones el arreón final de la etapa. Reanudamos la marcha a las 13:30h.
Sin embargo, no tardamos mucho en detenernos de nuevo. Apenas salimos a una comarcal, encontramos un pequeño bar de cazadores (Casa Victoriano), más que perfecto para detenernos y tomar unos cafés. Qué menos después del almuerzo que acabábamos de degustar.
Así que, en realidad, remotamos la etapa a las 14:00h, con un gran reto por delante: la subida del Monte Aro, famoso por albergar en su cumbre, situada a 550 m. sobre el nivel del mar, un imponente castro celta que domina toda la zona, siendo el más grande de la Costa de la Muerte. Pero una vez llegamos al pie de la subida, nos encontramos con algo que ya había advertido la guía del Camino: era posible que la subida al Monte se encontrara impracticable. Si este era el caso, nos veríamos obligados a rodearlo por su parte norte, transitando por carreteras rurales. Y ese fue el caso. Pese a ello, no dejamos de ascender un buen trecho (hasta los 427 m.), lo que nos permitió contemplar unas buenas vistas del embalse de Fervenza.
El día se estaba haciendo largo, y el calor iba en aumento. Pero al menos lo que nos quedaba el resto del día era descenso y llaneo. Seguimos bajando, ya siempre por carretera, hasta llegar a Corzón, donde encontramos una bonita iglesia, con su correspondiente cruceiro y su cementerio.
Habíamos acabado el descenso. Nos encontrábamos en el valle del río Xallas, y sólo nos quedaba llegar hasta nuestro destino: Olveiroa. Pero no iba a ser todo color de rosa. Seguimos caminando por asfalto, lo que era nefasto para los pies, pero al menos de cuando en cuand encontrábamos tramos de sombra gracias a los imponentes robles y castaños de la zona. Llegamos a Ponte Olveiroa, con el puente que le da nombre sobre el Xallas, a las 16:05h. La etapa llegaba a su fin. Pero aún nos quedaba el último trecho hasta Olveiroa, distante aún un par de kilómetros. Esta distancia, sorprendentemente, la hicimos sobre un insólito carril bici existente en la zona. Poco después, a apenas 1 km. de Olveiroa mi GPS se quedaba sin carga, pese a haber hecho uso del cargador solar de emergencia. Entramos en Olveiroa al filo de las 17:00h. Nos dirigimos al albergue de la Xunta, tan sólo para enterarnos de que se encontraba completo. Por suerte, encontramos plaza en el Albergue O Hórreo, de estilo moderno y bastante funcional.
El albergue se encontraba, igualmente, lleno a rebosar. Lo que más nos llamó la atención es que éramos prácticamente los únicos españoles que estaban haciendo este Camino. Encontramos de todo: estadounidenses, franceses, ingleses, alemanes, italianos, belgas, escoceses, e incluso un insólito japonés (bastante entrado en años, con sus típicas gafitas redondas, y unos calcetines a cuadros escoceses no tan típicos, además de un agobiante abrigo de plumas) que no hablaba otra lengua que el nipón. Era bastante divertido ver una conversación cruzada entre el escocés, el belga y el japonés, ninguno de los cuales hablaba una lengua común. Pero pese a todo, algo eran capaces de entender. Supongo que esto forma parte de la magia del Camino.
Sin embargo, esa tarde tuvimos una sorpresa no tan agradable: Ana se había quemado las piernas. Pero se las había quemado de dos maneras: la parte superior por efecto del sol, a resultas de la larga etapa, y la parte inferior a causa de quemaduras químicas. En efecto, unos calcetines mal enjuagados, a los que me había referido en la primera etapa de esta crónica, eran los culpables de esta situación. Los restos de jabón habían reaccionado con el sudor, creando una especie de lejía que le había quemado la piel. Y fue aquí donde el compañerismo del Camino hizo acto de presencia. El belga al que me refería antes, con el que Pablo había estado de palique por la tarde, gracias a su dominio del francés y a una divertidísima imitación de una gaita cuando el escocés, el belga y el japonés intentaban comunicarse, le ofreció a Ana una pomada especial para quemaduras. Algo que a la larga le vendría de perlas.
Esa noche cenamos en un restaurante cercano al albergue. Un lugar excelente, muy enxebre, y con detalles de muy buen gusto, como la manera en la que indicar el menú. Lástima que el precio no fuera tan excelente, aunque sin duda la cena estuvo deliciosa.
Ese día habíamos recorrido 33’4 kms. en más de ocho horas y media de etapa. Había sido tan duro como esperábamos. Llevábamos ya cuatro etapas en el cuerpo, dos de Camino Marítimo y dos de Camino a Finisterre. Quedaban otras dos, pero considerablemente más cortas. Habíamos pasado ya lo peor del viaje. O al menos, eso pensábamos nosotros.
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