Se ve que no aprendo. El año pasado, aproximadamente por estas fechas, traté de recorrer parte del GR-94 entre Vilarchan y Almofrey. Y como el que haya leído el enlace anterior podrá comprobar, en aquel momento me quedé con las ganas. El caso es que comentando esto con la hermana de Ana y su marido -Mari y Fernando-, nos decidimos a coger el coche e ir para allá hace algunas tardes. Y allá que fuimos. Y por fin pude tomar la foto que llevaba más de un año con ganas de añadir a mi colección:
Ea, ya estaba. Una nueva muesca en la culata de mi fusil. O de mi cámara. O de mi móvil. Tanto da. La cosa, en condiciones normales, habría quedado ahí. Pero no. Hablando del fiasco del año anterior, a Fernando se le despertaron las ganas de retomar el ciclismo, abandonado hace ya unos cuantos años. Y como yo no necesito gran cosa para apuntarme a un bombardeo, en un abrir y cerrar de ojos decidimos volver a intentar la dichosa etapa ciclista por el GR-94.
Teníamos un pequeño problema, y era el de la falta de bicis: mis máquinas se encuentran en Córdoba y Sevilla, y Fernando tan sólo disponía de su vieja bicicleta de carreras. Así que tuvimos que echarle imaginación al asunto, y desempolvar dos bicicletas de montaña: la de Mari, que llevaba años criando polvo en un trastero, y la de su sobrina, en condiciones similares, con la diferencia en este caso de que nunca había sido estrenada. Recuérdese este hecho porque a la postre es bastante importante.
Así que, dicho y hecho, nos hicimos con las bicis: bicis de montaña de mujer, de cuadro pequeño, factura bastante deficiente, y sin el más mínimo mantenimiento en años. Por la noche, a la vuelta de Almofrey, tratamos de ponerlas a punto: inflado de ruedas, engrasado de cadena y cambios, ajuste -misión imposible, claro- de altura de sillín y manillar, y centrado de frenos. No teníamos siquiera las mejores herramientas, pero sí que teníamos cerveza. Digo… ganas de salir a rodar.
Y salimos. A la tarde siguiente, a la vuelta del acuario, y tras haber dejado a las féminas en la playa. Los problemas empezaron pronto. No teníamos cascos adecuados. Yo tuve que usar el de Fernando, que me quedaba pequeño, y Fernando el de Mari, que también. Portabidones, ni pensarlo. Sólo la botella de agua del Camino de Santiago. Y dónde llevar llaves y el mismo bidón… Bueno, puestos a hacer el ridículo, cogí la pequeña mochila rosa de Helena, la hija de Mari y Fernando, para llevar las cosas. Total, no soy del pueblo y bien puedo permitirme hacer -más- el ridículo.
Al empezar a rodar la cosa no mejoró en absoluto. El cuadro de las bicis nos quedaba ridículamente pequeño, y pese a subir el subir sillín y el manillar el asunto no había mejorado. Así que sólo podíamos pedalear abriendo bastante las rodillas al exterior. Situación pelín incómoda para subir por cuestas empedradas. Pero así es la vida.
El primer problema mecánico llegó a poco menos de dos kilómetros del punto de salida. Noté cómo el pedal izquierdo de la bici de Nerea -que era la que yo llevaba- empezaba a salirse de la biela. Y es que la bici, comprada pero nunca estrenada, no había sido apretada concienzudamente en todos sus componentes, empezando por los pedales… y terminando por el sillin, que pronto empezó a oscilar peligrosamente sobre la tija. Por suerte unos vecinos nos prestaron una llave grifa, y pude apretar ambos elementos.
Seguimos rodando. Poco después de la parada pasamos por el tramo empedrado, donde poco faltó para que las bicis se descuajaringaran de las vibraciones. Bueno, en realidad no faltó poco: lo hicieron. Justo al terminar el tramo, el otro pedal empezó a aflojarse -también podía haberlo previsto, apretarlo por si acaso en la parada anterior-, algo que no era excesivamente grave. El problema gordo lo tuvo Fernando: su sillín empezó igualmente a bailar… y partió la cadena. Game Over.
Volvimos andando a casa. Nuestra excursión se había saldado con unos 5 kilómetros de recorrido, del que sólo la mitad hicimos en bici. El resto lo hicimos junto a la bici. Se ve que esta etapa está gafada o algo. Aunque siendo sinceros, lo raro hubiera sido que en esta ocasión no hubiera pasado algo de esto, o aún peor. Al menos, la recompensa del fin de etapa nos la tomamos igual: un par de birras, para empezar, y un Moriles S.V. de Alvear que había traído desde Córdoba para una ocasión semejante.
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