El 21 de julio de 2011 nos aprestamos a afrontar la última de nuestras etapas en el Camino a Finisterre. Pronto el viaje que habíamos emprendido seis días antes iba a llegar a su fin, y el saber que apenas 15 kilómetros nos separaban del final de nuestra ruta era algo que hacía desaparecer el cansancio acumulado a lo largo de esas duras jornadas. Pero que también nos hizo remolonear un poco a la hora de empezar nuestra jornada. Contra la costumbre, desayunamos algo más tarde de la cuenta, en restaurante del hotel anexo a nuestro albergue, de tal manera que empezamos la etapa a las 8:20h. El día había amanecido más apacible que el anterior, de tal manera que la lluvia no era una amenaza en nuestro caminar. Al menos, no una amenaza inminente. Pero las calles de Cee estaban empapadas con el agua de las pasadas lluvias y con el rocío de la mañana, que se dejaba notar pese a encontrarnos ya a finales de julio.
Salimos de Cee por la carretera de la costa, y pronto nos encontramos en la vecina villa de Corcubión, que se encontraba precisamente en fiestas. Si Cee es un pueblo hermoso y agradable de visitar, Corcubión no le va a la zaga, especialmente cuando lo encuentras engalanado de fiesta, como era nuestro caso.
Si contábamos con que el perfil de la etapa que teníamos por delante, por aquello de estar ya junto a la costa iba a ser algo prácticamente plano, la salida de Corcubión se encargó pronto de sacarnos de nuestro error. Salimos por un camino que se adentraba en pleno Monte de San Roque, en una subida corta pero intensa, y que trancurría, por una senda muy estrecha y rodeada en la mayor parte de sus tramos por fuertes muros.
Llegamos al alto de San Roque, pasamos el albergue gestionado por la Xunta, e iniciamos un descenso que nos habría de llevar a Amarela, primero, y posteriormente a Estorde, ambas pequeñas aldeas cercanas, cada vez más, a la ensenada de Sardiñeiro.
Pasado Estorde volvimos a recuperar la carretera de la costa, la misma por la que habíamos salido de Cee, lo que no hizo sino enervar, como es de costumbre, a mi padre, a quien no le hace excesiva gracia que el Camino tome sendas rurales que acaban yendo en paralelo, o en zigzag, a una carretera principal, haciendo más distancia y por perfiles más complicados que la propia carretera. Nada nuevo, pero era algo que tocaba asumir.
Dejamos atrás Sardiñeiro de Abaixo con amenaza de lluvia. De hecho, llegaron a caer algunas gotas mientras pasábamos por el pueblo, pero por suerte pronto desapareció la amenaza. Y nosotros, cómo no, iniciamos una nueva subida por monte, cubierto de al principio de eucaliptos, pero que luego dejaron paso al matorral y monte bajo. Fue entonces cuando pudimos contemplar la primera vista de nuestro punto de destino: el Cabo Finisterre. Eran las 10:00h. y contábamos con 8 km. en nuestro haber. Ya nos habíamos ventilado la mitad de la jornada.
Ya habíamos subido nuestra segunda cota del día, e iniciamos un nuevo descenso hasta la carretera. Pero aún nos quedaba la tercera cota, y la más temible: Finisterre. Pero el verlo, allí al fondo, nos daba fuerzas. Especialmente a Ana, que apenas podía andar a causa de las quemaduras de sus piernas. No iba a rendirse. No estando tan cerca.
Al bajar a la carretera observamos que el Camino descendía casi hasta la playa de Talón, para luego volver a subir a la carretera, en bajadas y subidas cortas pero intensas. Decididos a no hacer el primo más de la cuenta, continuamos por la carretera, para -esta vez sí- bajar por Calcoba hasta la playa de Langosteira, un precioso arena del 2300 metros que antecede a la entrada en Finisterre. Existen varias maneras de afrontar el paso de la playa. La primera es por el mismo borde del mar. Al ser una playa de arena dorada y fina, digna del Caribe, es una experiencia deliciosa pero agotadora, por lo que no tardamos en descartarla. La segunda es volver hasta la carretera y realizar el recorrido por una zona cubierta de pinos, que también descartamos. Y la tercera, la que hicimos, era seguir una senda empalizada que transcurría entre las dunas, los pinos y algunas zonas edificadas, siempre por el borde de la playa. Una alternativa a la vez estética y descansada. Y vistos los resultados, muy acertada.
Llegamos a Finisterre, al barrio de San Roque, a las 10:50h. Hicimos una pequeña pausa para recuperar fuerzas, pues aún nos quedaba lo más duro de la jornada. La entrada a Finisterre y la subida al Cabo. Reanudamos la marcha pocos minutos después, encontrándonos con el famoso cruceiro de Baixar, hecho en el siglo XVI en granito.
Entramos en Finisterre por la Avenida de La Coruña, y seguimos hasta encontrar el ayuntamiento, donde nos sellaron las credenciales. Seguimos avanzando, por el casco histórico de Finisterre, donde nos encontramos con alguna que otra sorpresa arquitectónica.
Seguimos avanzando por el casco histórico, cada vez con una pendiente más acusada. Pasamos junto a la capilla barroca de Nª Sª del Buen Suceso, situada en la plaza de Ara Solis.
Y finalmente, dejamos atrás el pueblo de Finisterre para iniciar nuestro asalto final al Camino: el Cabo. Teníamos por delante una ascensión de 3 kms. con pendientes máximas del 16%, todo ello por asfalto. No iba a ser fácil. Ana a esas alturas apenas podía arrastrar sus piernas, y según sus propias palabras, andaba como una abuelita. Hicimos una pequeña, pero imprescindible parada en la iglesia de Santa María das Areas, cuyo origen se remonta al siglo XII.
Seguimos con nuestro avance. Ana apenas podía mantener el ritmo, con lo que Pablo y mi padre poco a poco se fueron adelantando. Yo me quedé para ofrecerle un apoyo y ayudarla a caminar en los tramos más duros. Poco a poco, con ritmo constante, íbamos avanzando. Pero necesitábamos hacer frecuentes paradas para que Ana pudiera sobrellevar el ascenso. Se le estaba haciendo durísimo.
Llegamos y sobrepasamos una bella estatua de un peregrino, con una inspiradora pintada en italiano en su base. Seguimos avanzando, y llegamos hasta la bajada al horroroso cementerio nuevo de Finisterre, un espanto de bloques de hormigón armado que miran al Atlántico, y que resultan un atentado estético para la zona. No se me ocurre qué mente perturbada pudo concebir, autorizar y construir semejante despropósito. Casi impulsados por el horror que dejábamos atrás, afrontamos las últimas rampas de la subida. Teníamos el faro a tiro. Casi podíamos tocarlo. Hasta que finalmente, llegamos. Habíamos empleado 45 minutos en recorrer los 2200 metros que separaban la iglesia de Santa María das Areas del Faro. Había sido duro, pero lo habíamos conseguido. Habíamos llegado al Fin del Mundo.
¿Y qué es lo que encontramos en el fin del mundo? Un faro, sí. Muchas placas conmemorativas, sí. Y en el interior del faro, en la parte más cercana al océano infinito… una tienda de regalos. Parecía algo sacado de una novela de Douglas Adams. Pero era algo con lo que estaba dispuesto a transigir. Al fin y al cabo, era un final surrealista para el viaje, algo que mi perturbado sentido del humor agradecía sobremanera.
Pero para ser sinceros, semejante viaje merecía una imagen final más digna, así que no dudamos en trepar por los riscos de alrededor, hasta dar con una vista límpida del Atlántico. Y durante algunos minutos, contemplamos sin hablar los unos con los otros el lugar donde, durante siglos, la tierra tenía su fin. El reflejo que el Atlántico nos devolvió a cada uno de nosotros es algo que guardamos en nuestro interior. Porque, al fin y al cabo, hay tantos Caminos como caminantes. Y esa también es la belleza del Camino.
Éste hubiera sido un buen final de la historia, pero por desgracia, teníamos una serie de obligaciones logísticas que cumplir. Tomamos un taxi para volver hasta Finisterre, donde hicimos una parada en el albergue de peregrinos para obtener la Finisterrana. Y es que -no lo olvidemos- no habíamos podido obtener la Compostela por nuestro Camino Marítimo, al no haber cumplido los 100 km. a pie exigidos. Tras solventar el papeleo, tomamos un autobús que nos llevó de vuelta a Santiago, pasando por prácticamente todo nuestro recorrido en los cuatro días que habíamos empleado. Irónicamente, al pasar por Cee brillaba un sol esplendoroso, que hacía que su famosa playa se encontrara llena de gente. Por tan sólo 24 míseras horas. En fin, la vida tiene esas ironías.
Llegamos a Santiago, en cuya estación de autobuses almorzamos. Posteriormente mi padre tomo un autobús que le condujo al aeropuerto, y de ahí, a Málaga, para posteriormente ser recogido por mi madre y mi hermana, y acabar el día en Manilva, en el extremo sur de la provincia de Málaga. No estaba mal, para haber empezado el día en el confín noroeste de la Península. Nosotros, por nuestra parte, bajamos hasta la estación de tren de Santiago, y volvimos a Pontevedra, ya que Pablo tenía su billete de vuelta en tren a Madrid desde allí, y Ana y yo nos quedaríamos pasando unos días de vacaciones en Galicia.
Habíamos acabado el Camino, y en mi caso, Los Caminos. Porque, no lo olvidemos, desde 2005 había completado todos los Caminos existentes, al menos, dentro de Galicia:
Tan sólo un elemento me había acompañado en todos mis viajes: una concha de vieira que Jose Jaquotot, uno de mis mejores amigos, me regaló en 2004, traída de las playas de Huelva. Mi viejo sombrero vaquero, comprado en la sombrerería Rusi, lo hizo en cinco de mis viajes, al igual que la mochila y el bastón de peregrino. ¿Volverán a acompañarme en algún viaje más?
Sólo el tiempo tiene la respuesta.
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