El 18 de julio de 2011 nos despertamos en Santiago con una sensación extraña. Estábamos en Santiago, sí, pero por vez primera no estábamos allí tras haber terminado un Camino, sino en el comienzo de él. Bueno, estrictamente hablando estábamos en Santiago de ambas maneras: la jornada anterior habíamos finalizado el Camino Marítimo, que en un alarde de originalidad habíamos empezado el día del Carmen en Pontevedra, realizado a pie hasta Sanxenxo, desde allí en fueraborda hasta Pontedeume, y posteriormente, de nuevo a pie hasta Santiago. Y ese día empezábamos un nuevo Camino, el camino que llevábamos años hablando de hacer y que nunca habíamos hecho: el Camino a Finisterre.
Como dije en el anterior artículo, esa noche descansamos en el Seminario Mayor de Santiago de Compostela, uno de los mejores sitios posibles para que el peregrino haga su estancia en Santiago. Además de encontrarse emplazado en la Plaza de la Inmaculada, junto a la Catedral, parte del Seminario se encuentra habilitado como un hotel, con todas las comodidades habituales, y otra parte como albergue de peregrinos, en el que pernoctas en una humilde celda de seminarista, en las que todas las comodidades consisten en sendas camas gemelas, una mesilla, y un aseo. Pero que sientan a gloria. Además, albergarse como peregrino en el Seminario Mayor cuenta con una curiosa ventaja: en el precio del alojamiento se encuentra incluido el desayuno en el refectorio del Seminario, habilitado como buffet libre. Y como teníamos por delante una mañana intensa hasta Negreira, nuestra siguiente parada, decidimos hacer buen uso del refectorio.
Una de las grandes incógnitas que nunca he sido capaz de resolver de Galicia es cómo, teniendo tan excelente pan como tienen en cualquier pueblo, nunca jamás a nadie se le ha ocurrido cortarlo en rebanadas, tostarlo, y ponerlo a la venta con mantequilla o aceite acompañado de un café. Lo más parecido que han servido son las horrendas rebanadas de pan Bimbo que, si bien son aceptables en un lugar donde el pan no sea nada del otro mundo, en lugares como Galicia el hacer eso debería tener reservado un círculo en el infierno especialmente dedicado a los perpetradores de semejante despropósito. Pues bien, resulta que la Santa Madre Iglesia… ¡había descubierto que se pueden hacer rebanadas de pan y tostarlas con el pan de Galicia! Esa manaña no pude menos que alabar la sabiduría transmitida a lo largo de generaciones de sacerdotes gallegos. Y preguntarme, de nuevo, la razón por la que esa sabiduría no se ha transmitido al pueblo llano. Grandes misterios de la vida.
Tener esas tostadas era como tener el paraíso terrenal al alcance de la mano. No se me ocurría mejor manera de empezar la jornada. Tras un opíparo desayuno, empezamos nuestro Camino a a las 8:35h de la mañana, en una mañana fresca, con el cielo algo cubierto, y que era ideal para caminar. Dejamos atrás la Plaza del Obradoiro y salimos hacia la Carballeda de San Lorenzo por la Rúa Das Hortas. Pronto nos encontramos con el primer monolito. Monolito que, cómo no, señalaba en sentido contrario. Y que era el único en el que las placas de indicación de distancia no eran inferiores a la decena. Como hecho llamativo, el monolito tenía -o debería haber tenido- dos placas, ya que hay dos variantes para llegar a Finisterre. Nosotros habíamos escogido la variante de Cee, en vez de la de Muxía, algo más larga. El tiempo -sobre todo en el caso de Pablo- no era un lujo del que pudiéramos disponer.
Salimos, pues, de Santiago por un robledal, que pronto nos llevó a una sorprendente corredoira; sorprendente por lo cercana a Santiago que se encontraba. Por desgracia, en los demás Caminos que he recorrido, los últimos kilómetros a Santiago son un compendio de carreteras nacionales, zonas urbanas, circunvalaciones y cosas aún peores. Encontrar ese remanso de paz tan cerca de la ciudad no podía menos que impresionarme.Y encima, estábamos empezando la etapa en descenso. Otra novedad interesante, ya que no hay manera humana de hacer el Camino y llegar a Santiago sin tener que afrontar alguna que otra subida espantosa, salvo el caso del Camino Inglés, que llegas por una Nacional aún peor. Tan agradable era el sitio, que incluso nos encontramos con una tienda de campaña a la vera del camino, señal de que algún peregrino había sido sorprendido por la noche en plena marcha, y no había dudado en plantar allí sus reales. Yo tampoco lo hubiera dudado.
Contemplamos, pues, la última vista que habríamos de tener de las torres de la Catedral. De nuevo, una experiencia opuesta a lo que siempre habíamos vivido.
Terminamos la bajada en la zona de urbanización de Moas de Abaixo. Desde allí avanzamos por asfalto hasta Carballal, y desde allí, como no podía ser menos, iniciamos una subida hasta Vilariño, por una pista pedregosa y sin asfaltar. La verdad, un interesante cambio, porque el asfalto empezaba a resultar fastidioso. Seguimos con un rato de subidas y bajadas, en el que pasamos por las aldeas de Pedriño, Quintáns y Portela. A esas alturas de la mañana empezamos a encontrarnos con más peregrinos, y empezamos la que iba a ser la bajada más larga del día, de 3 kms., y que nos llevaría al punto más bajo de la etapa, la aldea de Augapesada. Pero antes, tuvimos que hacer una parada técnica: Pablo había empezado a notar molestias en una de sus rodillas, con lo que estaba aplicando más peso del conveniente en la pierna contraria. Ello podía provocarle una tendinitis, con lo que su Camino podía quedar inconcluso. Por suerte, a mitad de la bajada encontramos una farmacia abierta, y allí pudimos hacernos con una rodillera.
Hicimos una breve parada en Augapesada, y la cosa no era para menos. Aparte de tratarse de una pequeña aldeíta muy agradable, consta de un puente medieval rehabilitado de un solo ojo. Pero la verdadera razón para hacer el alto es que por delante teníamos la subida hasta el Alto del Mar de Ovellas. Una dura subida de 3 kms., con rampas del 17%, y en la que tendríamos que ascender una altitud de 235 m. hasta la cota más alta de la jornada, con 282 m. sobre el nivel del mar.
Una vez descansados, iniciamos nuestra subida. Una subida por un magnífico ejemplar de bosque gallego, por corredoira, pero en unas condiciones durísimas. Nuestra media de velocidad, que durante toda la jornada se había mantenido en torno a los 5 km/h, cayó en algunos momentos hasta los 3 km/h. Pero la subida, aunque dura, merecía la pena.
A mitad de la subida la corredoira dio paso al asfalto, que seguiríamos hasta alcanzar el pueblo de Carballo, que tengo que decir que tenía el nombre excelentemente puesto. Hicimos un breve descanso, antes de seguir avanzando por carretera. Pasamos por los núcleos de Trasmonte, Reino y Burgueiros. Esta vez nos quedaba descender hasta Puente Maceira, donde habríamos de cruzar el río Tambre. Una bajada casi tan intensa como la subida del Alto del Mar de Ovellas, pero que destrozaba igualmente las piernas. Ese era uno de los momentos en los que estaba empezando a echar de menos mi bicicleta de montaña.
Pese a ir por asfalto, la belleza de la zona era espectacular. Pero lo mejor estaba aún por llegar. El espectacular puente sobre el río Tambre.
Puente Maceira. Estábamos al filo de la una de la tarde y habíamos recorrido algo menos de 18 kilómetros de etapa, por lo que aún nos quedaban por delante cuatro más para llegar a Negreira. Estuvimos tentados de quedarnos a comer en el que parecía ser un buen restaurante junto al puente, pero como aún era algo temprano para comer, optamos por seguir avanzando. En el ínterin llegaron a Puente Maceira un grupo de peregrinos jubilados con los que nos habíamos ido entrecruzando a lo largo de la jornada. Ellos iban sin equipaje y con una furgoneta de apoyo. La etapa, para ellos, había terminado allí, pese a que se tendrían que albergar en Negreira igualmente. Con algo de envidia, vimos cómo se montaban en la furgoneta y seguían alegremente su camino. Pero cuatro kilómetros no era nada con lo que no pudiéramos lidiar. Así pues, cruzamos el puente, donde no pude resistirme a tomar una panorámica en 360º:
Una vez dejamos atrás Puente Maceira, el día pareció abrir un poco. La amenaza de lluvia parecía disolverse, y el sol hacía acto de presencia… lo que no era precisamente lo más adecuado para andar por caminos rurales gallegos al filo de la una de la tarde. Al menos, el fin de etapa se encontraba cercano. Pronto dejamos atrás los caminos rurales y nos encontramos andando por una carretera de mayor entidad. Por suerte fue por poco tiempo, ya que poco después la carretera había sido rectificada y nos encontramos entrando en Negreira por el antiguo trazado de la carretera… como no, en fuerte subida. A esas alturas ya nos encontrábamos llamando al albergue público de Negreira, para saber si había plazas disponibles. Para nuestra sorpresa, no las había, por lo que no nos quedó más remedio que acudir a un albergue privado, el Albergue San José. Y fue una buena elección.
Llegamos al albergue al filo de las dos de la tarde cuando, en un nuevo cambio del tiempo, empezaba a llover sobre Negreira. El albergue hay que admitir que se encontraba en excelentes condiciones, era amplio y moderno, y con todos los servicios imaginables. Tras unas duchas rápidas y deshacer lo justo las maletas, nos dirigimos a un restaurante cercano para degustar un buen menú de la casa, a base de caldo gallego, que con el frío que empezaba a hacer vino de perlas. Por la tarde echamos unas reparadoras siestas, y luego salimos a pasear por el pueblo, con el fin de buscar un supermercado donde hacer la compra para la cena. Fue en esas cuando vimos una imagen sorprendente, para la que, la verdad, no encuentro mucha explicación:
El resto de la tarde lo empleamos lavando la ropa en las lavadoras y secadoras industriales del albergue, y a la lectura. La etapa había sido exigente, y la del día siguiente no lo iba a ser menos.Habíamos recorrido 21’6 kms. en 5h 18m 18s.
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