EL 21 de julio nos levantamos a las seis de la mañana para emprender la etapa. Tras desayunar y preparar las bicicletas, empezamos la etapa al filo de las siete de la mañana. Ésta se presentaba soleada, pero muy fría. Sin embargo, pronto íbamos a entrar en calor. La carretera que nos devolvía al a la N-632 se encontraba al final del puerto. Tan sólo dos kilómetros, pero no iba a ser nada fácil. En ellos había que salvar un desnivel de 100 metros. Lo que, lastrados con unos 10 kilos de equipaje, no era moco de pavo.
La subida fue, como era de esperar, durísima. De esas en las que tienes que clavar la vista en los platos, y limitarte a mirar cómo suben y bajan tus propios pies, pues si tratas de ver la siguiente curva, ésta parece que nunca va a llegar. Aun así (qué remedio) lo subimos. Unos quince minutos que parecían, también, que nunca iban a terminar. Pero la vista merecía la pena:
La etapa puede resumirse fácilmente como una etapa “rompepiernas”. Contínuas subidas y bajadas a medida que íbamos salvando arroyuelos hacían que la carretera (al principio la N-632A y posteriormente la N-634) subiera y bajara por pequeños valles cuajados de vegetación.
Antes de abandonar el concejo de Cudillero, nos desviamos para contemplar los impresionantes acantilados de Cabo Vidio, que constituyen un espectáculo sin igual con sus cien metros de caída hasta el nivel del mar.
Una vez recuperamos el Camino, seguimos avanzado en dirección oeste por la N-632A. El perfil, como hasta entonces, seguía ofrenciendo contínuas subidas y bajadas sin excesiva dureza, pero que imposibilitaban mantener un ritmo cómodo.
A media mañana llegamos a uno de los puntos interesantes del Camino en esta etapa: la bifurcación del Camino antes de llegar a Albuerne. Escogimos la alternativa de Ballotas, más larga, por carretera, pero más descansada; antes de abandonar el Concejo, pudimos deleitarnos con unas magníficas tostadas de buen pan de pueblo.
Una vez retomada la etapa, con el calor arreciando, continuamos por la carretera en dirección a Luarca, nuestro fin de etapa. Antes de llegar tuvimos la magnífica ocasión de contemplar la visión del estuario y la playa del río Esva, en las cercanías de Cuevas.
Pronto llegamos a las cercanías de Luarca, nuestro fin de etapa. Apenas pasado el mediodía dimos con el albergue de peregrinos de Luarca, que se encuentra unos tres kilómetros antes de la localidad. Se encontraba aún cerrado, y dado que no nos ofrecía nada, salvo un enjambre de moscas (“Kingdom of Flies”, había dejado escrito algún peregrino de parla inglesa), decidimos continuar hasta el pueblo, comer allí, y buscar alojamiento en el propio pueblo. Comimos en un restaurante cercano a la oficina de Turismo. Aún recuerdo el magnífico marmitaco con el que sacié mi hambre. Tras comer, encontramos una pensión agradable y a buen precio en la calle, cómo no, Crucero. Por la tarde visitamos el pueblo, hicimos la compra, y nos concedimos un pequeño lujo: llevar la ropa a la tintorería para que nos la lavaran.
Luarca, parte del concejo de Valdés, es una pequeña población costera, agradable y turística. Cuenta con un singular cementerio marinero en lo alto de un cerro junto al mar, y con unas curiosas playas hormigonadas en la desembocadura del río Negro, que atraviesa la localidad.
Esa tarde, tras recoger la ropa, nos dedicamos a pasear por Luarca, y hacer un reconocimiento previo del terreno, de cara a la etapa del día siguiente. La salida, cómo no, iba a ser de nuevo en alto, pasando junto a una ermita que dominaba el pueblo desde un cerro cercano.
Datos de la etapa:
La mañana del 20 de julio se presentó fría y lluviosa. Resultaba un duro contraste con el clima al que estábamos acostumbrados de Andalucía, pero ya estábamos demasiado lejos como arrepentirnos. Sin embargo, pronto nos dimos cuenta de que habíamos cometido un error relativamente grave: habíamos contado con la lluvia, para lo cual habíamos llevado chubasquero e impermeables para las alforjas. Con lo que no habíamos contado era con encontrarnos con 12ºC de temperatura ambiente. Por ello, toda nuestra ropa ciclista era de verano. Los chubasqueros, desde luego, ayudaban, pero al cabo del rato servían de bien poco, pues hacían que estuvieras mojado por fuera por la lluvia, mojado por dentro por el sudor, lo que combinado con el frío ambiente hacía que a la mínima que pararas, o que el camino fuera mínimamente descendente, te helaras. Pero ya no había vuelta atrás, y sólo nos quedaba empezar a dar pedales y esperar que el tiempo mejorara un poco.
La salida de la ciudad de Oviedo se hacía en descenso, si bien al poco de salir a las zonas rurales empezamos un suave pero mantenido ascenso que duró aproximadamente 5 km. La lluvia nos acompañaba de manera continua (orballaba, que dicen por aquellos lares), pero incansable. La pendiente se comportaba exactamente igual. Apenas nos percatábamos de ello, pero al poco tiempo nos encontrábamos con una altura considerable sobre la ciudad de Oviedo. Por segunda vez en dos días podíamos contemplarla desde las alturas. Aunque esta vez con una perspectiva completamente diferente.
El paisaje que nos rodeaba no ofrecía mucha variedad: esa especie de mezcolanza de lo urbano y lo rural con zona residencial que ofrecen muchas zonas semiurbanas del norte, y que tan sorprendentes suelen resultar a los que venimos del sur. Ese tipo de conglomerado humano en el que la única manera de distinguir un pueblo de otro es fijarse en los letreros de las carreteras. Así, se sucedieron las afueras de Oviedo, y los pueblos de Puente de Cayés, Campiello, La Habana y Posada de Llanera. El perfil sí que cambió un poco, pero no para mejor: pronto empezaron los toboganes, y las contínuas subidas y bajadas. Y asfalto. Prácticamente todo asfalto.
Poco después de Posada de Llanera llegamos al comienzo de una zona boscosa. Por primera vez íbamos a abandonar de manera seria el asfalto, y tomar una pista que nos habría de conducir hasta La Miranda. Aprovechamos para hacer una parada de avituallamiento. La niebla, ausente a causa de la lluvia suave, empezó a hacer acto de presencia, justo a la entrada del bosque. La cosa se empezaba a poner interesante.
Tras unos minutos, reemprendimos el camino. No era plan quedarse mucho tiempo pasado, con el frío y la lluvia arreciando. El camino que pasaba por el bosque representó una nueva variación sobre los toboganes anteriores: de nuevo subida, si bien esta vez aderezada con charcos y barro. Después del Camino Francés, tenía experiencia con este tipo de barro: es agradecido, ya que no se queda pegado a las ruedas como el arcilloso del valle del Guadalquivir, con lo que no dificultaba demasiado el rodar. Sin embargo, a mi padre empezó a costarle dar pedales más de la cuenta, y no se encontraba demasiado seguro sobre un firme tan irregular. Así que no demasiado tiempo después, al llegar a una cima que nos acercó a la carretera de Avilés. tomamos la determinación de hacer el descenso por la carretera.
La bajada hasta Avilés fue larga, fría y, sobre todo, mojada. La lluvia arreció, y pronto tuve un problema con mi equipaje con el que no había contado: el impermeable de quita y pon de mis alforjas está pensado para acoplarse sobre las alforjas laterales y la maleta superior. Pero este año, a diferencia del anterior, no había tenido necesidad de llevar la maleta. Como resultado, el impermeable se abolsaba en los laterales, recogiendo agua y metiéndose entre los radios. A la altura de Cancienes, apenas a 8 kilómetros de bajada, y aún a medio camino hasta Avilés, había acumulado varios litros de agua negruzca, que amenazaba con empapar el contenido de las alforjas. Tuvimos que parar y hacer un pequeño apaño para evitar este problema:
Y así, seguimos hasta las cercanías de Avilés, donde paramos en un bar a tomar algo caliente y quitarnos el frío. Y así, seguimos hasta Avilés, el punto intermedio de nuestro recorrido. No teníamos previsto pasar mucho tiempo en este pueblo costero de Asturias, ya que la fama de lugar industrial que tiene no nos animaba demasiado a hacer una parada larga. Y la lluvia, que había vuelto a apretar, tampoco nos animaba a ello. Sin embargo, no tardaríamos mucho en darnos cuenta que el pasar de largo hubiera sido un tremendo error: Avilés posee uno de los cascos antiguos más cuidados, hermosos, y por desgracia desconocido, de la costa asturiana. Así que no dejamos pasar la oportunidad de parar un rato en los soportales de la plaza principal del pueblo:
Allí nos encontramos con un grupo que, de manera intermitente, nos acompañaría a lo largo de todo nuestro viaje a Santiago: un grupo de tres peregrinos suizos, dos chicos y una chica, que también hacían el Camino en bici. Curiosamente, en todos nuestros encuentros posteriores con ellos, siempre estaría lloviendo. También tuvimos el curioso placer de conocer a un heavy madrileño, exiliado en Asturias, que a las 11 de la mañana de ese domingo ya se encontraba bien cocido en cerveza. Muy amable y servicial, eso sí. No recuerdo cuántas veces nos indicó el camino para ir al albergue de peregrinos de Avilés. Lástima que nos pillara justo en dirección contraria a nuestro itinerario hacia Cudillero. Y que no fuéramos a parar en Avilés. Aún así, nos dimos una vuelta por el centro de la ciudad, ya que merecía muy mucho la pena hacerlo. Lástima que la lluvia, que nos había dado una breve tregua, volviera a arreciar.
Pronto tuvimos que volver a dar pedales. Nos quedaban aún unos 30 kilómetros de etapa hasta Cudillero, de perfil rompepiernas y para colmo pasada por agua. Tuvimos algunos problemas de orientación para salir de Avilés en dirección a Cudillero, pero al final conseguimos encontrar la N-632, si bien por la zona sur de la ciudad, en vez de la oeste, con lo que nos tuvimos que tragar varios kilómetros de rodeo por una circunvalación con abundante tráfico. Sin embargo, una vez que abandonamos Avilés, la carretera perdió gran parte de su tráfico rodado, merced a la cercanía de la autovía A-8, que absorbe la mayor parte del tráfico de la zona.
No hay gran cosa que contar del resto del recorrido, ya que lo hicimos prácticamente todo por la N-632, hasta el desvío a Cudillero, donde finalizábamos la etapa. Lo más destacable es que el tiempo fue clemente con nosotros, y poco después del mediodía dejó de llover.
Cudillero se encuentra fuera del recorrido del Camino del Norte. Es un pequeño pueblo que fue marinero y hoy es turístico. Se encuentra en una impresionante cala con forma de teatro griego, que hace que las casas cabalguen las unas sobre otras hasta llegar a la orilla del mar. Es por ello que la bajada hasta el pueblo se puede calificar de cualquier cosa menos “suave”:
Llegamos a nuestra pensión, apenas a un paso del puerto, a las 14:00h. Tras ducharnos, y ponernos ropa limpia, nos dirigimos al puerto viejo, donde nos dimos un buen homenaje a base de pescado y sidrina (que no fue barato, aunque sí delicioso). Esa tarde la dedicamos a dar un paseo por el pueblo, lavar ropa y acondicionar las bicicletas para la etapa del día siguiente. No habíamos tenido mucho barro, pero sí bastante agua.
Antes de la cena, de nuevo en el puerto viejo, tuvimos la oportunidad de contemplar una panorámica del puerto nuevo. Lo que más me llamó la atención era algo que ya me tenía algo mosca: ¿cómo sería la carretera que nos tenía que llevar de vuelta a la N-632? Sabía, por suerte, que no era la misma por la que habíamos bajado. Pero no sabía cuál era ni donde estaba. Y entonces la vi. Al final del puerto nuevo. Con una pendiente cuanto menos preocupante. Pero aún faltaban unas cuantas horas para que supiera hasta qué punto.
Datos de la etapa:
El Camino de Santiago de 2008 que hicimos este verano mi padre y yo arrancó desde la ciudad de Ovideo. Sin embargo, tuvo un prólogo interesante en la ciudad de Sevilla y la propia Oviedo. Empezamos nuestro viaje desde Sevilla, la tarde del viernes 18 de Julio, en la que hacía un calor infernal. El viaje hasta Oviedo, como no podía ser menos teniendo en cuenta que viajábamos con las bicis y las alforjas, lo hicimos en autobús.Once horitas de viaje hasta la capital de Asturias, que se presentaban largas y fastidiosas. Pero aun así no era ánimo, ni mucho menos, lo que nos faltaba. Quizás un poco más de fresco no hubiera venido mal. Qué lejos estaba de pensar que no demasiado tiempo después casi iba a echar de menos ese calor. Casi.
Del viaje en sí no hay gran cosa que contar: largo, pesado y aburrido. El único motivo de interés era conocer las paradas del viaje que diferían con respecto a la ruta con Galicia, que es la que -obviamente- me conozco bastante bien. Eso y la lectura que llevaba: “El juego de Ender”, de Orson Scott Card. Mi padre iba leyendo a Lovecraft, una recopilación de cuentos que había cogido de mi pequeña biblioteca.
La primera imagen de Asturias que guardo en mi memoria es la del descenso a un valle bañado por la niebla, en la que poco a poco nos fuimos sumergiendo. El contraste con la parte leonesa de la cordillera Cantábrica era brutal, ya que todo el verdor que uno presumía que adornaba la zona parecía haberse resguardado de los calores veraniegos en la parte norte de las montañas. El verdor y el blanco lechoso de la niebla. Como contraste con Sevilla no estaba mal. Y así, a las ocho de la mañana, nos encontramos en una ciudad de Oviedo en la que el tiempo parecía haberse detenido en primavera: fresco, nublado y con la sensación de que podía ponerse a lloviznar en cualquier momento.
Nos dirigimos al hotel en el que teníamos reservada habitación, pero al no tener disponible la habitación hasta pasado el mediodía, desayunamos allí y posteriormente fuimos a dar una vuelta por la ciudad. Una de las primeras cosas que tuve la oportunidad de ver fue la estatua de cierto personajillo hipocondríaco, que tardé algunos segundos más de la cuenta en reconocer porque algún desaprensivo -por cierto, bastante bestia- le había quitado las gafas:
El resto de la mañana lo empleamos visitando el casco histórico de la ciudad, prestando especial atención a la Catedral. Suelo ser un purista para el tema de las catedrales, y siempre he afirmado que de las españolas, la Pulchra Leonina es mi favorita (pese a la evidente asimetría del remate de las torres). Sin embargo, la catedral de Oviedo es digna de mención, aunque sea tan sólo porque en su claustro tiene el olivo más enorme que he visto jamás:
Antes de volver al hotel tuvimos la oportunidad de visitar la basílica de San Julián de los Prados, de estilo prerrománico, en la que destacan unos magníficos frescos de la época:
Por la tarde, tras almorzar en un buen restaurante italiano (en el que posteriormente también iríamos a cenar), y teniendo la tarde libre, nos dimos un pequeño paseo a pie hasta Santa María del Naranco, donde pudimos visitar la iglesia de Santa María (originariamente había sido un palacio o pabellón de caza):
Posteriormente, subimos hasta la iglesia de San Miguel de Lillo, la iglesia original del complejo palaciego, de la que 2/3 se derrumbaron por un corrimiento de tierras, lo que motivó que el palacio fuera usado posteriormente como iglesia. Aun así, como nos comentó el guía, podía verse que el estilo constructivo estaba mucho más emparentado con el basilical romano que con el románico posterior. De hecho, como nos comentaba, quizás el prerrománico asturiano fuera la última manifestación del estilo constructivo romano.
Por último, y mientras descendíamos de vuelta a Oviedo, tuvimos la oportunidad de contemplar la preciosa vista de la ciudad, en la que destaca poderosamente la mole del edificio que se está construyendo en el antiguo emplazamiento del estadio Carlos Tartiere, y que es obra de Santiago Calatrava:
De vuelta al hotel tuvimos la oportunidad de conocer a un grupo de ciclistas alemanes que me contaron que habían llegado esa misma tarde de subir el Angliru. Esa noche nos recogimos temprano. No sabíamos lo que nos depararía el día siguiente, pero una cosa sí que teníamos clara: la lluvia, que esa misma tarde empezó a caer de manera ininterrumpida sobre Oviedo, iba a ser compañera de camino.